¿A qué oscuro impulso responde una persona que se somete al ridículo, del modo en que alguien se tira a una pileta con tiburones? A veces se trata de freaks genuinos, o de aparatos, según el habla argentina, pero también hay voluntarios que actúan concientemente, por interés. De ser por dinero, se estaría ante una causa noble, en especial si es para comprar medicamentos para la abuela a la cual el Pami le cortó el servicio.
Se trata de conductas que surgen de una ruptura en la personalidad, un dilema esquizoide para psicólogos y neurólogos, por la cual un estructurado empleado de banco acepta comportarse como un espantajo ante las cámaras.
Hace unas décadas, el bochorno lo sufría en un programa de preguntas y respuestas el especialista que no contestaba una pregunta sobre mitología griega. Actualmente, el camino al triunfo ha sido empedrado con sadomasoquismo. Al respecto, existe un viejo lugar común: la televisión le permite a los seres anónimos ser famosos durante un ratito. Pero hoy ya no alcanza con esa explicación tan simple y transparente: ha nacido una patología más tortuosa y el precio a pagar en ridículo por el voluntario es cada vez más alto. Nadie sabe cuál es el límite, si lo hay.
En la nueva temporada de "El Show de VideoMatch", que tiene una trayectoria honorable en materia de crueldad, se ha estrenado "30 segundos a la fama", un formato que llega de los Estados Unidos, o sea de una sociedad bastante enferma. En los papeles aparece como un inocente concurso donde los participantes tienen medio minuto para exponer alguna habilidad y ganar cinco mil pesos.
En la realidad, se trata de reírse de los competidores y sus dudosas destrezas, mostrando un zoológico de extravagancias patéticas, como la de tragar agujas y devolverlas enhebradas, cantar con la voz del Topo Gigio, estirarse la piel, meterse lombrices por la nariz y sacarlas por la boca, imitar el sonido de animales peleando y bailar con naranjas.
En este último caso, era un joven disfrazado de mimo que bailaba con torpeza frente a tres naranjas que luego recogía para hacer malabares, con igual torpeza. En medio de un ruidoso abucheo del público, salió un letrero que anunciaba su eliminación antes de que terminara el medio minuto, a pesar de existir un jurado. La expulsión se produjo por la intolerancia de los espectadores, pero las reglas no parecieron claras, salvo que uno se encuentre familiarizado con el circo romano.
Desde que se anuncia al participante y su habilidad, Marcelo Tinelli comienza a reírse y, ni hace falta consignar, es estruendosamente acompañado por su corte de obsecuentes. Mientras el pobre tipo trata de ganarse los cinco mil pesos, a sus espaldas y de frente a la cámara, Tinelli ríe y bromea deslealmente acerca de las proezas burdas de ese prójimo desconocido que, a esa altura, ya es un hazmerreír. Como agravante, Tinelli es sano, fresco y juvenil, o sea que la sesión de tormentos parece extrañamente natural y de una alegría contagiosa.
El concurso ha sido programado a ese único efecto, el de establecer un pacto sadomasoquista entre un infeliz y el público, Tinelli y la turba que lo secunda. El participante que cantó "Manuelita" en el estilo del Topo Gigio era un adulto más bien obeso, con grandes orejas postizas, zapatones y un bigote pintado con corcho quemado. Su actuación fue muy grotesca, venía de Oliveros, y no se hicieron chistes políticamente incorrectos acerca de su procedencia. Tinelli no tenía noticia de que en el lugar funciona una colonia psiquiátrica, porque en tal caso también podríamos habernos reído de los enfermos.