Opinión: OPIN-03 Una brevísima historia
Por Lucio N. Miranda


Nunca más volví a verla. No sé qué será de ella, ni sé si acordará de mí. Es probable que esté casada y sea una señora respetable con hijos, marido y casa con jardín y auto en la puerta; es probable que se haya olvidado de mí pero me gustaría saber que a veces, cuando se siente sola o cuando está triste, se acuerda de aquella tarde en el Parque Sur o de aquella noche del sábado en la galería de esa vieja casona de Colastiné y, entonces, una sonrisa alegre le ilumina la cara y una chispa breve y traviesa se asome en sus ojos.

Como en los cuentos para chicos, todo esto ocurrió hace muchos... muchos años... tantos que podríamos haber nacido de vuelta y todavía seríamos mayores que aquellos dos jóvenes que se amaron en esta vieja ciudad levantada a orillas de la laguna Setúbal. Los recuerdos tienen esas cosas, son íntimos, pero mirados a la distancia aparecen tan lejanos que uno no sabe, a ciencia cierta, si no fue otro el que vivió esa ingenua y pura aventura de amor.

A Santa Fe llegó con otros estudiantes para participar de un congreso que sospecho que habrá sido combativo y revolucionario como eran todos los congresos estudiantiles de aquellos años. La describo en pocas palabras: delgada, frágil, el pelo corto y oscuro como las heroínas de Godard y los ojos marrones. Hablaba poco y nunca la pude imaginar enojada o levantando la voz. Seducía con su estilo, con esa manera de sentarse como si estuviera muy cansada o ese modo de escuchar como si las palabras le provocaran una extraña revelación. Su sonrisa era fugaz, un movimiento suave de los labios y después alguna frase que siempre parecía incompleta, como a veces impresionan algunos poemas.

No viene al caso recordar su nombre; más importante es saber que era de izquierda, que era joven y que era muy linda. A mí me gustó de entrada, pero no sé por qué yo le gusté a ella. En realidad uno nunca sabe por qué le gusta a las mujeres; como decía Bioy Casares "el héroe de los hombres nunca es el héroe de las mujeres"; lo que a ellas le seduce de un hombre sigue siendo para mí un misterio y a esta altura de los años ya estoy resignado a convivir con el misterio".

Me dijo que estudiaba literatura en Rosario, pero que vivía en una pequeña ciudad de provincia de Buenos Aires con mucha arena, muchos pinos y el rumor ronco del mar llegando desde la costa y golpeando en la ventana de su dormitorio en las noches de invierno.

Le recordé el poema de Wallace Stevens: "Su terraza eran las palmeras, la arena/ y el crepúsculo./ De los movimientos de su muñeca/ hacía los gestos grandiosos de su pensamiento./ Los pliegues de las plumas/ de esta criatura del ocaso/ llegaba a ser el ardid de los veleros/ en el mar./ Libre así andaba en el girar de su abanico/ en compañía del mar y de la tarde/ que alrededor fluían/ y exhalaban aquel sonido en plena calma.".

Sonrió y supe por su gesto que al poema lo conocía. En algún momento fuimos a tomar un café al bar que entonces estaba en la esquina de bulevar y San Jerónimo. Nos sentamos a una mesa que daba sobre el ventanal desde donde se distinguían las líneas clásicas y severas del rectorado de la universidad.

Como diría Borges, en algún momento adiviné que me estaba permitido darle un beso y que no iba a ser rechazado. También comprendí que no me correspondía ejercer ningún derecho sobre ella, que lo que había empezado ese viernes a la tarde iba a terminar el domingo y que no era ni discreto ni elegante exigir otra cosa que ese fragmento de amor que me ofrecía, frágil y fugitivo.

El domingo a la tarde lloviznaba y estuvimos caminando tomados de la mano por las calles de arena de Colastiné. Como diría Vicente Huidobro: "...Ella llevaba una camisa ardiente/ Ella tenía ojos de adormecedora de mares/ Ella había escondido un sueño en un armario oscuro/ Ella había encontrado un muerto en medio de su cabeza/ Cuando ella llegaba dejaba una parte más hermosa muy lejos/ Cuando ella se iba algo se formaba en el horizonte para esperarla/...Era hermosa como un cielo bajo una paloma/ Tenía una boca de acero/ Y una bandera mortal dibujada entre los labios/ Reía como el mar que siente carbones en su vientre/ Como el mar cuando la luna se mira ahogarse/ Como el mar cuando ha mordido todas las playas.../ Era hermosa en su horizonte de huesos/ Con su camisa ardiente y su mirada de árbol fatigado/ Como el cielo a caballo sobre las palomas".

-Me gustan algunos poemas de Neruda- me dijo -pero de Huidobro me hubiera enamorado.

"Ella llevaba una camisa ardiente", repetí, pero le recordé que esa boina oscura que le daba un aire de partisana o de muchachito atorrante recordaba a la heroína de "Los veinte poemas de amor...": "Te recuerdo como eras en el último otoño/ eras la boina gris y el corazón en calma...". Volvió a sonreír, pero no dijo una palabra, tampoco hacía falta decir nada. No recuerdo muy bien qué hicimos a la noche. Me parece que hubo una reunión política, después una peña con guitarras y mucho vino y en algún momento nos separamos del grupo y nos fuimos caminando en dirección al río.

Repetir como García Lorca: "No puedo decir por hombre las cosas que ella me dijo"; sería pecar de indiscreto y presuntuoso. Basta con saber que por un instante mínimo y eterno los dos fuimos muy felices. También basta con saber que nos despedimos sabiendo que nunca más nos íbamos a ver. Hoy no sé por qué la recuerdo y me gustaría pensar que alguna vez ella se acordará del muchacho que recién dejaba la adolescencia y que la amó con timidez a la luz de la luna de Colastiné.

No me arrepiento de que las cosas se dieron de esa forma y no exagero ni dramatizo si digo que esa relación breve como una ráfaga o un suspiro sigue siendo uno de los recuerdos más puros de mi vida. Como diría Albert Camus, "Es que nunca me he sentido muy a gusto en medio de la posesión. Me parece siempre más natural echar un poco de menos..."

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