La gestión presidencial y la crisis en su partido
La decisión del presidente Néstor Kirchner de pedir la renuncia de los integrantes del flamante Consejo Nacional del Partido Justicialista renueva la vigencia de dos problemas fundamentales de la Argentina del presente. Por un lado, la necesidad de renovar los partidos políticos, y por el otro la base de sustentación del mandatario, que tiene la responsabilidad institucional de conducir una salida para el país.
Kirchner llegó a la presidencia de la Argentina de la mano de un congreso partidario -el de Lanús- que forzó un camino cuestionable desde lo formal, pero que posibilitó una salida institucional a través de comicios generales. En el tintero, sin embargo, quedaron las pretensiones -y el derecho- de toda la sociedad de contar con un sistema de partidos políticos y de selección de candidatos más transparente y democrático.
De allí que los gestos del presidente respecto de su propio partido político ahora deben ser puestos en valor con esa perspectiva. El mandatario debe cuidarse de toda tentación hegemónica si desea construir un poder verdaderamente democrático dentro de su fuerza, ya que no se trata de diseñar un modelo partidario afín sino de establecer pautas perdurables que beneficien al sistema institucional en su conjunto.
Si el justicialismo tiene el derecho de decidir con su gente su propio perfil y su camino, también tiene la responsabilidad -y la oportunidad- de definir un nuevo modelo. La reforma política sigue siendo una necesidad impostergable, y la mayoría oficialista en ambas cámaras, en el Congreso de la Nación, está llamada a cumplir con un rol decisivo en la materia.
Pero mientras la reforma política se define, el presidente debe sustentar el poder indispensable para garantizar la salida social y económica del país. El camino emprendido por su administración ha mostrado unos primeros síntomas saludables, pero no debe precipitar la errónea conclusión de que el personalismo puede proyectar el éxito que la gestión necesita.
El mundo contemporáneo demuestra con crudeza el trágico fracaso de mandatarios encerrados en sus propias razones. La democracia moderna necesita la construcción de consensos fundamentales, y ésa es otra de las materias que registra mora, si la pretensión es el destino de grandeza que soñaron sus fundadores.
La agenda de la Argentina muestra graves temas pendientes: pobreza, desempleo, educación deficitaria, crisis energética, poderes feudales en algunos distritos y deudas impagables. Son apenas algunos de los problemas de una larga y penosa lista que no puede ser resuelta por una sola administración ni en un solo período de gobierno. Sin embargo, las decisiones que hoy se tomen serán decisivas respecto del éxito que tendrá el país para afrontar esos problemas y del tiempo que habrá de insumir el desafío.
El presidente, los gobernadores -que en su mayoría integran el oficialismo-, sus máximos dirigentes distritales, los legisladores nacionales del mismo signo partidario, tienen en sus manos una cuestión que trasciende largamente los límites de un partido político. Más aún, esa cuestión debe garantizar el libre juego de ideas y propuestas, sólo limitado por las líneas que marca la Constitución para la construcción de la democracia.
Toda crisis, se sabe, expresa necesidad y también oportunidad. El presidente tiene una buena cuota de poder en sus manos, respaldada por ciudadanos que se sienten representados en las decisiones del poder. Pero esa base de sustentación es volátil, y debe necesariamente ser expandida para garantizar las virtudes de la democracia, más allá de un nombre, un partido y un período de gestión.