Las invasiones bárbaras y el horror del fantasma
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Con los más variados objetivos, la literatura de todos los tiempos ha prodigado fantasmas de la más diversa calaña: los hay clásicos, cuyo fin es aterrorizar a la gente y desafiar a los héroes; los hay estúpidos, que pretenden hacerlo con resultados más bien pobres y risibles; los hay vengativos, cuya existencia sólo se debe a una revancha por una inconfesable traición; los hay, en fin, torturados: son aquellos que no podrán descansar hasta cumplir una misión postrera.
El de Oscar Wilde (Dublín, 1854; París, 1900), en El Fantasma de Canterville, es leal, noble y sensible. Busca expulsar por todos los medios a los Otis, familia norteamericana que -merced a su pletórica economía- ha comprado el castillo del Marqués. Los recientes propietarios son vulgares, superficiales, materiales y belicistas (cualquier relación con el estadounidense promedio actual es pura coincidencia); alteran impiadosamente las costumbres y la fisonomía del lugar; se burlan del fantasma que mora en los pasillos desde hace centurias. Lo ridiculizan y le roban desvergonzadamente su razón de ser, que es asustar.
Así, en un giro quizás inesperado para la literatura de la época, los espectros de Wilde son víctimas de una muchedumbre estúpida. Aquí podemos arriesgar, con temerario espíritu, una inferencia sobre el pensamiento del autor: las apariciones tienen más que temer de la humanidad, que lo que acontece viceversa.
Los nuevos dueños sólo creen en el poder del dinero ("... adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario", le dice Hiram Otis al Marqués en el cuento original, ante la advertencia del inglés sobre la existencia de las ánimas) y el consumo (le sugieren al fantasma usar un lubricante para engrasar sus cadenas). En su versión, Cibrián/Mahler exacerban lo grotesco de la familia norteamericana y hacen carne el sufrimiento del Marqués, el personal de castillo y los fantasmas. Esa invasión de bárbaros es descripta con premeditada exageración, en un compendio (actual) con lo peor del imperio: las hamburguesas, la tendencia belicista, la ignorancia supina.
En el relato se contraponen -con humor e ironía- dos mundos disímiles: las costumbres victorianas en decadencia (en las que Wilde participó hasta su prisión) y los arrebatados hijos de la nueva tierra prometida, groseros e impertinentes, pero ricos.
En ese devastador panorama, Virginia -la hija del matrimonio americano- jugará un papel clave. Sus padres pretenden casarla con Desmond, inescrupuloso personaje que busca acceder a la fortuna familiar. Pero el fantasma cree ver en ella la doncella que ha esperado desde siempre, y tras una confirmación se presenta. La embelesa, viaja con ella en su mágico mundo inmaterial: la enamora. Poco antes de su boda, Virgina huye en busca del fantasma e ingresa para siempre en el "terreno" de los espectros. La desaparición de la joven -finalmente- obliga a sus padres a devolver el castillo y regresar a América.
Este final, adecuado para la puesta, difiere del original. En el texto de Wilde, el fantasma está terriblemente cansado ("hace trescientos años que no duermo��, le dice a Virginia) y busca "el ángel de la muerte" como un descanso. Así, si consideramos que la mordaz crítica al imperio por Wilde excede la fábula, la muerte del fantasma representa el obsceno espectáculo de invasión (y destrucción) que tan bien conocemos. Nunca las irrupciones de ese gigante tienen final feliz.
"El Fantasma de Canterville" (Oscar Wilde, 1891); "Un Cuento Musical" (versión de P.C.C)
Teatro Municipal; sábado 12 de junio (20 y 23 hs.)
Como en ocasiones anteriores (Drácula, El Jorobado de París) la adaptación del dúo Cibrián/Mahler vuelve a mostrar un gran trabajo de coordinación entre acto y acto, dinamismo y sorpresa. La música, el vestuario y especialmente las luces, constituyen lo mejor del espectáculo; como costado negativo, podemos mencionar que la letra de algunos de los personajes (como Desmond) por momentos fue ininteligible.