Crear la bandera nacional no fue su obra más importante. Tampoco está probado que sus últimas palabras hayan sido "íay patria mía!...". Las efemérides escolares se han propuesto presentarlo como una suerte de ángel rubio, una suerte de querubín de ojos azules, de modales suaves, sonrisa tierna que sólo pronunciaba palabras bondadosas. Su empecinada soltería fortaleció la tesis del muchacho bueno, incapaz de malos pensamientos.
Nada de eso es cierto, ni siquiera está probado que sus ojos hayan sido azules, aunque Mitre estaba convencido de que si los hombres tenían ojos azules eran más buenos. Por su lado, tampoco es justo enojarse con el Billiken en tanto la revista está dirigida a chicos de seis años y es probable que a esa edad las leyendas rosadas sean eficaces y hasta necesarias. El problema entonces no es el Billiken, el problema son los hombres mayores, entre los que se incluyen algunos historiadores que piensan con la mentalidad del Billiken.
Digamos que las litografías del Billiken no lo han dañado, pero lo despojaron de lo más importante. Belgrano no fue el angelito inofensivo de las láminas escolares; por el contrario, integró el ala dura de la revolución. Fue el hombre que propuso arrojar a Cisneros por la ventana del Fuerte si se negaba a renunciar, el soldado que peleó contra los ingleses en Buenos Aires, el guerrero de la Independencia en Paraguay y el Alto Perú, el diplomático que en Europa intentó legitimar la revolución, el político que los congresales de Tucumán escucharon en silencio cuando dio su informe sobre la necesidad de declarar la Independencia. Y también fue, por supuesto, el creador de la bandera nacional.
La vida de un hombre, de cualquier hombre, no se agota en sus actos públicos, pero en tiempos revolucionarios es imposible juzgar a un protagonista al margen de su actividad pública. A León Trotski se le atribuye haber dicho que "si la inspiración es la conjugación de lo conciente con lo inconciente, la revolución es la inspiración desatada en la historia".
Si esto es así, Manuel Belgrano no puede ser entendido al margen de esa pasión abrasadora, excluyente y exigente que se llamó revolución. Belgrano fue un revolucionario y ese impulso, esa subjetividad avasallante explican por qué el estudiante egresado de Salamanca, el funcionario del Consulado, el agudo economista formado al lado de los pensadores italianos, el abogado sagaz e incisivo, el liberal moderado, se haya volcado a la actividad militar.
Si es verdad que la guerra es la continuación de la política por otros medios, el Belgrano político se transforma en militar para seguir haciendo política de la única manera que la política podía ser posible en esos años difíciles. Sus apologistas hablan de un soldado improvisado, que carecía del genio militar de un San Martín o de un Paz. Pues bien, son precisamente San Martín y Paz quienes más reconocen las dotes militares de Belgrano.
No era un militar de carrera, tampoco lo había sido Bolívar o el propio Paz. Pero había aprendido el arte militar en los campos de batalla. Belgrano no había pasado por las academias militares, pero había oído silbar las balas y, como diría Napoleón, más de un caballo se le había muerto entre las piernas. No era un militar de carrera, pero San Martín dijo que era el militar más importante de América del Sur y Paz admitió en sus "Memorias" que la disciplina del ejército del Norte y la constitución de la caballería armada con lanzas y no con tercerolas, fue una de las innovaciones más asombrosas de la época.
La pasión revolucionaria, no otra cosa es la que transforma a este liberal reformista, simpatizante de una monarquía constitucional y formado en la tradición ilustrada de los Borbones en uno de los dirigentes radicalizados de la Revolución de Mayo. Es esa pasión revolucionaria la que explica las agobiantes travesías al Alto Perú; los recorridos por esos paisajes desoladores, ásperos, inclementes, esos calores abrasadores y esos fríos punzantes.
Es esa pasión la que justifica la pésima alimentación, la sed y el hambre, las marchas en medio de la lluvia por caminos perdidos o la travesía de desiertos interminables. Es esa pasión la que le otorga sentido al combate, al grito de batalla, al hecho de familiarizarse con la idea de la muerte, a vencer el miedo y el dolor. En el caso de Belgrano se verifica una vez más el principio de que no son los revolucionarios los que hacen la revolución, sino que es la revolución la que hace a los revolucionarios.
Es esa pasión revolucionaria lo que lo aleja de todo afán de enriquecimiento personal. Belgrano está interesado en formar una nueva nación y no en hacer un nuevo rico. Por convicciones, por formación teórica, aspira a ser un protagonista del proceso revolucionario y no un tendero de Buenos Aires o un estanciero de su campaña. Eso explica que el hijo de un próspero comerciante que se puede dar el lujo de mandar a estudiar a su hijo a España, concluya sus días hundido en la más agobiante pobreza.
Como todo hombre involucrado con las pasiones de su tiempo, conquistó grandes amigos y ganó poderosos enemigos. Su historia puede ser contada como la historia de sus desobediencias al poder político o la historia de los juicios y condenas impulsados por ese poder político. Hoy resulta algo extravagante pensar en un Belgrano criticado por sus contemporáneos, pero en su tiempo sus enemigos internos fueron impiadosos. Para su consuelo podría decirse que su primo Castelli y su amigo San Martín sufrieron la misma suerte. Ya se sabe que las revoluciones devoran a sus propios hijos y que con los revolucionarios el futuro suele ser más generoso que el tiempo presente.
Como Moreno, como Castelli, como Monteagudo, Belgrano fue uno de los primeros en entender la naturaleza del proceso revolucionario abierto y obrar en consecuencia. Su participación en el Plan de Operaciones atribuido a Moreno así lo demuestra; su convocatoria a negros e indios a sumarse a los ejércitos patrios prueba que creía en el carácter popular de los procesos de cambio; sus ideas económicas lo colocan entre los economistas más avanzados de su tiempo.
La imagen edulcorada que nos llega de cierta historia oficial no se compatibiliza con el jefe militar que se tiene que imponer con el ejemplo a una tropa diestra en el manejo de las armas y los animales; tampoco se compadece con el militar que ordena fusilar a los traidores sin que le tiemble la voz y mucho menos se contradice con el humanista que perdona vidas y otorga libertades, no porque fuera ingenuo, sino porque se había propuesto ganar para su causa a ciertos jefes militares del bando realista.
El soldado, el guerrero, el jefe militar, es, asimismo, un divulgador de ideales avanzados, un creador de instituciones políticas y sociales y un entusiasta promotor de la educación como herramienta para liberar a los pueblos de las redes de la ignorancia. Nunca hizo plata combatiendo; siempre le debieron los sueldos o se los pagaron con atraso; sin embargo, la única vez que cobró un estímulo por la victoria de Tucumán, donó esa suma para la creación de cuatro escuelas que, dicho sea de paso, ahora nos venimos a enterar que nunca se hicieron.
El político no fue ajeno a las intrigas y, por supuesto, se equivocó en más de una ocasión. Creyó en Carlota Joaquina, pensó que la asonada de Alzaga abría algunas posibilidades y, a diferencia de San Martín, se salpicó en las guerras civiles, no porque le gustara, sino porque no tuvo otras alternativas.
En lo personal era lo que se dice un hombre buen mozo. Elegante, con modales distinguidos y lenguaje cultivado, no podía negar que había estudiado en las universidades europeas. Los biógrafos dicen que siempre le gustaron las mujeres. Una sífilis adquirida en España demuestra que, además, era capaz de no discriminar demasiado en sus gustos. En el Río de la Plata tuvo grandes amores y a su manera fue leal a esos sentimientos. Le gustaba la compañía de las mujeres; siempre fue galanteador y seductor. Nadie debe escandalizarse por ello; dijimos que era un revolucionario, no un santo.
No sabemos demasiado de su vida íntima, de sus dudas, de sus angustias, de su inmensa soledad. Desde 1810 en adelante vivió para la revolución, a ella le fue fiel y leal y se entregó a ella con la devoción y la inconciencia de un novio. Por ella soportó injusticias, enfermedades y ofensas. Nunca perdió el estilo; siempre fue para todos el general Belgrano, el vocal de la Primera Junta, el jefe del Ejército del Norte, el amigo de San Martín, el hombre admirado por Paz y Güemes, el político que impulsó la declaración de la Independencia.
Cuando murió estaba solo y la causa por la cual había sacrificado salud y hacienda parecía ser devorada por las llamas de la guerra civil. Hoy sabemos que para esa fecha la revolución terminaba de consolidarse, pero eso lo sabemos hoy; Belgrano en su momento lo desconocía.
Por supuesto que no fue lo que se dice un ganador ni un exitoso. Fue mucho más que eso, fue un hombre de convicciones, un hombre que se preocupó por estar a la altura de sus propios ideales, un revolucionario que creyó en su verdad que, a su vez, era la verdad de una nación que intentaba nacer.
Fue, además, un hombre que de alguna manera, de un modo tal vez oblicuo o lateral, todavía nos sigue hablando, nos sigue conmoviendo con su ejemplo, y nos sigue recordando a todos los argentinos que no venimos de un repollo, que allá en los orígenes de la patria hubo hombres íntegros, hombres de coraje que se resisten a aceptar que entregaron sus vidas para que casi doscientos años después el ideal más trascendente se llame éxito, triunfo o competencia, la ocupación más relevante sea un partido de fútbol y el ritmo más épico nazca de los indigentes y desafinados acordes de la cumbia villera.