Huyendo de su padre Ciniras que quería matarla, Mirra -que estaba embarazada- pidió ayuda a los dioses. Éstos, apiadándose de ella, la convirtieron en el árbol que lleva su nombre para protegerla de la furia del padre.
Nueve meses más tarde, se hendió la corteza y apareció un niño de una hermosura sin igual al que llamaron Adonis. Su cuidado fue encomendado a las Dríadas (ninfas del bosque, protectoras de los árboles en donde vivían). Pasado el tiempo, Adonis se convirtió en un joven de belleza extraordinaria.
Afrodita, diosa del amor, se apasionó por él y con la ayuda de la ninfa Epidamia, logró atraerlo.
Vivieron un intenso amor, pero Ares (dios de la guerra), que era amante de la diosa, enfermo de celos se metamorfoseó en jabalí y, con furia incontrolable, destrozó a su rival.
Afrodita convirtió los restos sanguinolentos del amado en la flor llamada anémona, que tomó tinte escarlata. Antes de hacerlo, al precipitarse sobre los despojos del amante, pasó por entre rosales de flores blancas y las agudas espinas arañaron sus delicadas carnes. La sagrada sangre de Afrodita tiñó de rojo las rosas que hasta ese momento habían sido sólo blancas.
En una población cercana al río Uruguay, habitaba un hombre que se había enriquecido de la noche a la mañana.
La inmensa fortuna que poseía el pobrete de otrora, era un misterio que punzaba la curiosidad de cuantos lo habían conocido. Como tenía muy mal caracter, nadie se animaba a preguntarle su origen.
La gente murmuraba por lo bajo mil historias producidas por la imaginación de los más fantasiosos, pero en realidad el misterio persistía.
Habiendo enfermado un gaucho muy querido por la paisanada, los lugareños hicieron una colecta para comprar remedios en un pago vecino y salvar al hombre de la muerte.
Llegaron a la casa del rico y le pidieron que contribuyera con algunas monedas.
Al escuchar el pedido, su egoísmo y avaricia se manifestaron en un "no" rotundo.
A los pocos días se enteró de la muerte del gaucho que él hubiera podido salvar. En vez de sentir remordimientos por su mal proceder, experimentó gozo al recordar que había conservado esas monedas.
Cada vez que el hecho volvía a su memoria se sentía feliz por la firmeza de su negativa.
Pasado un tiempo, se presentó ante él un búho que con su chistido, lastimó el silencio nocturno y le provocó un estremecimiento de terror.
Desde ese momento, cada noche fue visitado por el ave de mal agüero y notó que iba perdiendo sus fuerzas.
Una noche, ya desfalleciente, se arrastró hasta el arcón en que guardaba las monedas, lo abrazó con desesperación y cuando el ave se presentó, le dijo en forma desafiante que le podía quitar sus fuerzas, pero que jamás le arrebataría su oro.
El búho desplegó sus alas, voló en círculos sobre el avaro y apoyándose en el arcón, le dijo: de ahora en adelante serás transformado en un árbol sufrido y generoso, tu existencia egoísta e inútil será sacrificada en bien de los demás y trabajarás sin beneficio propio.
El hombre sintió que una ráfaga lo arrastraba fuera de su casa y que poco a poco perdía su forma humana para transformarse en un árbol.
Desde aquella época lejana, el avaro convertido en aromito nos entrega, primavera tras primavera, el oro de sus monedas en cada flor, y su arrepentimiento en el perfume que exhalan.
Aroma, color y belleza se conjugan en la redención de quien fuera un malvado, y la leyenda nativa revive en el relato de los paisanos para que no olviden nunca el castigo inferido a quien ignoró la solidaridad.
El emperador Napoléon invadió Prusia. La reina Luisa, que regía esa tierra, luchó denodadamente contra los invasores, pero las aguerridas tropas napoléonicas obtuvieron la victoria.
El enemigo tomó Berlín, la capital del reino. Tras muchas penalidades y peligros, la reina junto a sus hijos pudo escapar. Se refugió en un campo cubierto de acianos en flor. Los niños, sumamente asustados, comenzaron a llorar.
La pobre madre temiendo que alguien los escuchara y descubriese el escondite, aguzó el ingenio y con las bellas flores azules, confeccionó coronas para los pequeños príncipes, quienes jugaron con ellas olvidando su pesar.
Guillermo, uno de ellos, años después derrotó al sobrino de Napoléon. Cuando fue proclamado primer emperador de Alemania, tomó como símbolo al aciano, aquella humilde flor que su madre sabiamente utilizara, para que él y sus hermanos enjugaran el llanto.
Durante el siglo XVII, tuvo lugar en Europa la Guerra de los Treinta Años, provocada por la pugna entre católicos y protestantes, que complicó a la mayor parte de las naciones europeas. Detrás de la lucha religiosa subsistían, esbozadas, las ambiciones políticas.
En esta guerra larga y cruenta se sucedían las batallas y la pérdida de vidas humanas fue terrible, mas ninguna resultó tan espantosa como la que tuvo lugar en Landen, pueblo cercano a Lieja. La tierra empapada con la sangre de más de 20 mil muertos, se tornó roja.
Al anochecer, un alado enjambre de sombras parecía unirse en macabro ritual a la muerte del sol.
En la primavera siguiente, el campo de batalla se cubrió de millones de amapolas rojas. La tierra en aquel sudario escarlata, devolvía la vida a esos muertos, resucitándolos en forma de flor.
Zunilda Ceresole de Espinaco