Los constructores del notariado santafesino


Representación de la fundación de Santa Fe, en la que se ve al escribano Pedro de Espinoza labrando el acta de fundación. Dibujo de Juan Arancio.. 

Por Alejandro A. Damianovich

Desde la antigüedad, los escribanos cumplieron un papel destacado en la organización judicial y administrativa de las sociedades. En Egipto, Israel, Grecia y Roma dieron origen a una tradición notarial que constituye la base de la labor profesional de los escribanos actuales. Hay quienes encuentran similitud entre estos antecedentes y la labor de algunos funcionarios de los Estados americanos precolombinos de organización más compleja.

Hacia el siglo XIII europeo, se sumó a la función notarial de redactar y archivar los documentos públicos, la más importante facultad de dar fe sobre la autenticidad y veracidad de los actos jurídicos asentados por escrito, dejándose con ello de lado la costumbre de recurrir a testigos.

El derecho castellano produjo una importante cantidad de normas que reglamentaron el trabajo de los escribanos, las que fueron de aplicación en América en todo aquello no previsto en la Recopilación de Leyes de Indias y se proyectaron en el derecho argentino como legislación de fondo, hasta que las leyes nacionales y provinciales las reemplazaron.

La revolución emancipadora, la independencia nacional y la adopción del sistema federal dieron al notariado argentino una fisonomía especial. Cada provincia legisló sobre el particular, consagrando a los escribanos como funcionarios auxiliares de la Justicia sin dejar de ser profesionales liberales.

La provincia de Santa Fe puede exhibir títulos precursores en la historia del notariado argentino: fue en su territorio que actuó el primer escribano que vino a estas tierras; fue Santa Fe la primera provincia que ejerció el derecho soberano y autónomo de nombrar un escribano en 1816, acto reservado antes al monarca, y fue la Universidad de Santa Fe la primera del país en organizar la carrera de notariado en 1900.

Los escribanos de Santa Fe la Vieja

Con la expedición de Sebastián Gaboto llegó Martín Ibáñez de Urquiza, el primer escribano que ejerció en el actual territorio argentino, y lo hizo en el fuerte de Sancti Spiritus entre 1527 y 1529. Labró diversas escrituras que se quemaron cuando los indios asaltaron el fuerte y dieron muerte a numerosos españoles, entre ellos al escribano. Fue reemplazado por Antonio Ponce, un catalán establecido en Sevilla, donde terminó sus días como mercader.

A diferencia de los letrados, los escribanos eran numerosos entre los conquistadores y fueron muchos los que llegaron con Pedro de Mendoza en 1536 y los que se establecieron luego en Asunción, participando de los avatares y quimeras de la conquista.

Así como la pluma de Rodrigo de Escobero asentó la primera acta notarial en el momento mismo de la llegada de Colón a las Indias, fue la de Pedro de Espinosa la que produjo el acta de Fundación de la ciudad de Santa Fe, el 15 de noviembre de 1573.

En esta época existían escribanos públicos y también escribanos reales. Los primeros podían ejercer sus funciones en el radio de la ciudad y eran designados por los gobernadores, los capitulares o las audiencias, pero tenían que ser confirmados por la Corona. En cambio, los escribanos reales eran notarios que ya contaban con la confirmación real y podían actuar en cualquier parte de las posesiones de la Corona donde no hubiera escribanos públicos.

El escribano del Cabildo labraba las actas de las sesiones, conservaba sus documentos en el archivo y era custodio de las escrituras en las que se asentaban contratos y testamentos. Además del escribano del Cabildo, podían actuar en la ciudad otros escribanos públicos. También existían los notarios eclesiásticos, que debían ser laicos y poseer títulos de escribanos. Ellos se ocupaban de los papeles de la curia y asistían a la justicia eclesiástica conforme a las normas del Derecho Canónico.

Como era común que durante largos períodos no hubiera escribanos en las ciudades, los alcaldes daban fe en las diversas actuaciones. En otros casos se nombraba un "fiel de fechos", especie de amanuense que cumplía provisoriamente las funciones notariales, aunque sin autorizar contratos ni testamentos.

En la época de Santa Fe la Vieja actuaron como escribanos, además de Pedro de Espinosa: Alonso Hernández, Miguel Palau, Alonso Fernández Montiel, Gabriel Sánchez, Manuel Martín, Agustín Cantero, Ignacio García Torrejón, Bartolomé Tomás del Peso, Juan López de Mendoza, Juan de Cifuentes, Gómez de Gayoso y Gregorio Martínez Campusano.

En la ciudad nueva

Trasladada la ciudad a su actual emplazamiento, comenzó una nueva etapa para el notariado, pues en 1654, el Cabildo acató la Real Cédula de 1621, que prohibía a las autoridades de Indias nombrar escribanos. De esta forma, la profesión quedó exclusivamente en manos de los escribanos reales que venían actuando desde principios de siglo. La escasez de tales notarios llevó a que la ciudad careciera de escribanos por largos períodos y sólo ocasionalmente contó con ellos -nunca más de uno- entre 1654 y 1714.

La larga etapa de los escribanos reales tuvo su fin cuando se generalizó la venta de las escribanías. Los oferentes carecían de título de escribano. Se les otorgaba después de haber ganado la almoneda, y quedaba condicionado a la aprobación del examen que debía tomarles la audiencia.

La compra de escribanías fue la nota predominante en la historia del notariado en Santa Fe durante el siglo XVIII. La práctica era común en otras ciudades, pero aquí recién comenzaron a adquirirse las del Cabildo y las de número, ya avanzado el siglo, pues el primero en hacerlo fue Francisco Antonio Mansilla en 1713 y al año siguiente Gregorio Alemán. Luego lo hicieron todos los que ocuparon ambas escribanías y la de la Real Hacienda, llegando a pagarse más de mil quinientos pesos en 1754 y 1769.

Las altas sumas abonadas obligaban a los escribanos a extremar los medios para obtener beneficios. Para que no operaran al margen de los aranceles establecidos debían colocar en la puerta de su oficina un detalle de tales tarifas. En el caso del escribano del Cabildo, que también podía actuar privadamente, el mismo recibía un sueldo de 124 pesos anuales por sus funciones oficiales. Es decir que dependía del ejercicio de la profesión en relación con los negocios privados para poder resarcirse y obtener ganancias.

La posesión definitiva de las escribanías, adquiridas en subasta pública, debía ser confirmada por la Real Audiencia en el término de dos años y por la Corona en el de seis. Hubo un caso, el de Francisco Antonio Mansilla, en que tal confirmación no fue lograda a tiempo, con el consecuente cese del escribano.

Entre los escribanos que se destacaron en Santa Fe en el siglo XVIII, figuran los citados Mansilla y Alemán, junto a Andrés José de Lorca, Gregorio Francisco de Segade, Mateo Fuentes del Arco, Ambrocio Ignacio Caminos, José Antonio Villaseñor, José Antonio Duque, Francisco de Paula Dherbe y Mateo Javier López Pintado.

Nunca hubo más de dos escribanos simultáneamente en Santa Fe, y cuando la Real Audiencia de Buenos Aires solicitó un informe en 1804, la ciudad respondió que contaba solamente con un escribano público y que necesitaba cuanto menos otro.

La Revolución y la autonomía

La acefalía de la autoridad real a raíz de la invasión napoleónica a España hizo de imposible cumplimento las normas vigentes relativas a la designación de escribanos, potestad reservada exclusivamente a la Corona. En los primeros tiempos de la Revolución, no hubo problemas mientras seguían actuando quienes ya tenían título de escribano confirmado por el rey. Tal era el caso de Isidro Montaño Iturmendi, escribano capitular desde 1804, y José Ignacio Caminos, escribano público y de Real Hacienda. El fallecimiento del primero hacia 1812 y el cese del segundo, a raíz de su filiación porteñista en 1816, produjo que el gobernador Mariano Vera asumiera la potestad de nombrar escribano, designando el 29 de abril de ese año como escribano público y del Cabildo a José Gregorio Bracamonte.

Pero junto a este acto de soberanía, el gobernador López debió reconocer los derechos que invocaba Mateo Javier López Pintado, antiguo escribano capitular de los tiempos coloniales que había vendido su escribanía a Montaño Iturmendi en 1804 y no había podido cobrar la totalidad de su precio. De esa forma se dio el caso de que López Pintado era el propietario de la escribanía, pero la ejercía Bracamonte, dado que el primero no fue considerado apto por el Cabildo. López Pintado fue indemnizado cuando se disolvió el Cabildo y con él la antigua escribanía capitular.

A la muerte de Bracamonte en 1829, le sucedió José Alejo Caminos, escribano de Hacienda de la provincia desde 1827, quien actuó hasta su fallecimiento en 1851. Desde la disolución del Cabildo en 1833, Caminos actuó como escribano de gobierno y fue el único en todo el territorio provincial hasta que comenzó a ejercer su hijo Ramón Caminos como escribano público en 1847. La dinastía notarial de los Caminos llevaba ya cuatro generaciones de escribanos en Santa Fe.

La organización del notariado provincial

Durante el período que corre entre 1853 y 1880, se dieron en la provincia de Santa Fe diversos pasos que tendían a la organización del notariado. Entre 1856 y 1866 se volvió a la antigua práctica de la compra de los registros notariales, pero en 1867 se expropiaron las que existían en manos privadas y ese mismo año el gobernador Nicasio Oroño instituyó la libertad notarial, medida que resultaba por cierto revolucionaria. Con Mariano Cabal se volvió al sistema de las escribanías de número y se crearon 10 escribanías en 1868, de las cuales 4 eran para la ciudad de Santa Fe. A partir de entonces, los registros notariales se arrendaban por períodos de cinco años.

Para ser escribano público no eran requeridos por entonces estudios universitarios. Era suficiente realizar una práctica de dos años en la oficina de un escribano de registro y aprobar un examen ante el Tribunal de Alzada.

No estaban deslindadas suficientemente la fe judicial, dada por los secretarios de juzgado, de la extrajudicial, dada por los escribanos de registro. Los juzgados eran servidos por escribanías de número creadas al efecto y no existía incompatibilidad entre el ejercicio de las funciones de secretario de juzgado y de escribano público.

Los honorarios de los escribanos estaban prolijamente arancelados según leyes de 1857, 1859 y 1862, y debían utilizar para sus escrituras el papel sellado correspondiente. Entre 1859 y 1864, los escribanos tuvieron que abonar al fisco una patente de cuarenta pesos anuales.

En la ciudad de Santa Fe, se destacaron durante este período los escribanos Ramón Caminos, Abraham Luque, Carlos Raymond, Aquiles Guindon, Juan Giménez, Olayo Meyer, Manuel Nickisch, Silvestre Sienra, Nicolás Fontes, Francisco Guerra y Francisco Clucellas.

Crecimiento de la provincia y de la cantidad de escribanías

A partir de 1880, el crecimiento económico y poblacional de la provincia se hizo incontenible. En 35 años (1860-1895) se cuadruplicó su población, llegando a ocupar el segundo lugar entre las provincias argentinas. Este crecimiento, que tenía su correlato económico y que generó una mayor complejidad administrativa, produjo también un crecimiento de la actividad notarial que se tradujo en un aumento extraordinario del número de escribanías. De dos escribanías que existían en 1852, una en Santa Fe y otra en Rosario, se pasó a 100 en 1895, es decir que se multiplicó la cantidad en 50 veces.

Según el censo provincial de 1887, había 14 escribanos residentes en la ciudad de Santa Fe, sobre los 59 existentes en toda la provincia. Un informe de 1897 sostiene que el número de escribanos era excesivo, ya que proporcionalmente superaba a Capital Federal, que contaba entonces con 93 registros.

El mismo informe, producido por el camarista Dr. Romualdo Retamar, indica cierto desorden en la organización notarial de esos días, cuando los protocolos se acumulaban en la secretaría de la Cámara sin ser examinados y se demoraba por años su remisión a los archivos. Una verdadera confusión se derivaba del hecho de que las escribanías no estaban numeradas, situación que recién se corrigió en 1913. Las incompatibilidades, que entonces no estaban contempladas en las leyes, salvo la del ejercicio simultáneo de la abogacía, el notariado y la procuración, recién se establecieron en 1918.

La profesión resultaba sumamente onerosa, ya que los escribanos debían pagar el arrendamiento de su registro, afianzar $ 10.000 como garantía renovable anualmente y pagar los impuestos de la contribución directa. Por ello muchos escribanos públicos se conformaban con ejercer como procuradores.

En la ciudad de Santa Fe, se destacaron en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX los escribanos con registro Abraham Arias, José Aufranc, José V. Baltazar, Vicente Bayscoy, Hermenegildo Basualdo, Pascual Bruniard, Francisco Clucellas, Carlos C. Correas, Lucas Diez Rodríguez, Ramón J. Roldán, José María Echagüe, Félix Ferreyra, Nicolás Fontes, Luis García, Vicente García, Manuel Giménez, Fernando J. Grepín, Francisco Guerra, Antonio Hernández, Pedro Lassaga, Juan López Pellegrín, Ignacio M. Luque, Manuel Mira, Francisco J. Navarro, Manuel Nickisch, Asiscio Niklison, Roque J. Niklison, Francisco Parreño, Mariano Puig, Fidel M. Romero, Domingo Sañudo, José Sollier, Cantalicio Suárez, José G. Velázquez y Matías Vera.

Los estudios universitarios de notariado

La primera provincia argentina que exigió título universitario para ejercer la profesión de escribano fue Santa Fe. La ley 7.048 del 4 de agosto de 1910 estableció la obligatoriedad de los estudios universitarios específicos para los escribanos de Capital Federal, mientras que en Santa Fe la exigencia estaba vigente desde 1900, en virtud de la ley 1.023 del 25 de junio de ese año.

Las clases eran dictadas en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Santa Fe, y hacia 1908 ya se habían recibido 23 escribanos. Comenzaba así la jerarquización de una carrera que tradicionalmente había sido relegada a un segundo plano académico.

El proceso se completó hacia 1958, cuando la carrera de notariado pasó a convertirse en una especialización del derecho y se estableció el requisito de la previa obtención del título de abogado.

La colegiación profesional

El primer Colegio de Escribanos que funcionó en Santa Fe fue creado en 1895. Su presidente fue Francisco Clucellas, y lo sucedió Juan López Pellegrín. Aunque de breve actuación, el Colegio tuvo éxito en lograr que la Universidad de Santa Fe creara la carrera de notariado, anexa a la Facultad de Derecho. Este primer colegio funcionaba en el local de los Tribunales Viejos, en la esquina de Moreno y 9 de Julio.

Aunque consta que hacia 1922 funcionó otro Colegio de Escribanos, recién en 1935 se organizó el actual, que revestía entonces el carácter de entidad de derecho privado. El 4 de abril de ese año, se realizó una asamblea preparatoria. Se quería lograr la unión gremial de los escribanos de la primera circunscripción judicial, velando por la defensa de los intereses comunes y el enaltecimiento del concepto profesional. Además de los antecedentes locales, existía el ejemplo del Colegio rosarino, creado en 1910.

Fueron presidentes del Colegio mientras fue asociación civil, los escribanos Lucas F. Diez Rodríguez, Salvador Vigo, Luis V. Vincent, Fernando M. Rey y Luis B. Garibaldi.

Al dictarse la Ley Orgánica del Notariado en 1948, bajo el N� 3.330, quedó establecido el Colegio de Escribanos de la provincia, compuesto por dos colegios jurisdiccionales, el de Santa Fe y Rosario, y un consejo directivo cuya titularidad se alterna anualmente entre los presidentes de uno y otro colegio.

Presidieron el Colegio de la Primera Circunscripción Judicial, en ocasiones durante varios períodos de dos años, los escribanos Fernando M. Rey, Ventura Bergallo, Ignacio Garassino, Edmundo Saurit, Domingo Silva Montyn, Atilio Pasero, J. Alberto Giavedoni, Raúl Fosco, Alberto Ramos Mexía, Raúl Eguiazu, Eduardo Cursack, Carlos Wexler y Rubén Radkievich.

La ley N� 3.330 sufrió dos importantes reformas. Una en 1973, mediante la N� 6.898, y la otra, de mayores alcances, en 1992, con la ley 10.965. El decreto N� 1.612 del 11 de julio de 1995, aplicó al Reglamento Notarial las pautas de la desregulación económica, emergentes del decreto nacional N� 2.281/91, al que la provincia había adherido por ley N� 10.787.