China no es sólo un Estado ni sólo una civilización. Es, más bien, el Estado nuclear de una civilización. En El choque de civilizaciones, Samuel Huntington llama "Estados nucleares" (core states) a aquellos que forman el "corazón" de una civilización.
Después de haber sido por siglos europeo, el Estado nuclear de la civilización occidental es, hoy, norteamericano. El Estado nuclear de la civilización ortodoxa es Rusia. La misma función cumple la India respecto de la civilización hindú. Japón es el Estado nuclear de su propia civilización. Si América latina se transforma en una civilización proveniente de la occidental pero distinta de ella, Huntington piensa que su Estado nuclear podría llegar a ser Brasil. La única civilización que carece de Estado nuclear es la islámica, y de ahí su permanente estado de turbulencia, ya que la principal función de los Estados nucleares es poner orden en el vasto espacio donde lideran.
China viene a ser, según Huntington, el Estado nuclear de la civilización cínica, que también abarca a Corea, Taiwan, Hong Kong, Vietnam, Singapur, Malasia y las poderosas minorías chinas del sudeste asiático.
Mientras crecía en el mundo la influencia de la civilización occidental, se llegó a pensar que la historia corría en dirección de la occidentalización universal, que se equiparaba a la modernización. Habría según esta tesis una única civilización, la europeo-americana (también, latinoamericana), en tanto el resto del planeta correspondía a pueblos atrasados que se irían modernizando a medida que Occidente llegara a sus playas.
Esta no es la visión de Huntington. Según él, la modernización de las civilizaciones no occidentales las está llevando a afirmar cada vez más su propia identidad porque su fuertísimo desarrollo económico alimenta su confianza. El islam ya ha concretado el desafío a Occidente, sobre todo en los países árabes; pero su carencia de un Estado nuclear lo vuelve caótico, violento y finalmente impotente. Económicamente avanzado, pero políticamente democrático como él, Japón compite comercialmente con Occidente sin pretender reemplazarlo. China, en cambio, es la gran incógnita. Está pasando a Japón como la segunda economía del mundo. Hacia mediados del siglo XXI, alcanzará a los Estados Unidos. No está prohibido pensar que, de aquí a algunas décadas, podría ocupar frente a Occidente el inquietante lugar que tuvo la Unión Soviética durante la Guerra Fría.
Cuando se encontraron por segunda vez, los presidentes Hu Jintao y Néstor Kirchner representaban, por lo tanto, a dos países de magnitud difícilmente comparable.
Pero China no es solamente colosal. También es milenaria. Se estima que su primera dinastía Shang se desarrolló hacia el año 1800 antes de Cristo. A partir de Abraham en torno del año 2000 antes de Cristo, el pueblo judío es apenas algo más antiguo. Homero, la figura inicial de la cultura griega que es el segundo elemento del trípode occidental, escribió alrededor del año 800 antes de Cristo. El tercer elemento de Occidente, el cristianismo, recién nació con nuestra era.
El mantenimiento de su unidad a lo largo de casi cuatro mil años es el mayor logro del Estado chino. Si bien fue afectada en el siglo XIX por el expansionismo europeo, China nunca dejó de pensarse a sí misma como una civilización superior. El colonialismo europeo fue vivido por China como una etapa humillante que clama una revancha. Su segunda etapa de "occidentalización" la vivió, paradójicamente, bajo la forma del comunismo de Mao-Tsé-tung a partir de 1949, porque Marx después de todo fue un pensador alemán; pero en 1979, cuando tomó las riendas del poder para abrir China al mundo, Deng Xiaoping la hizo volver a la filosofía de Confucio, que vivió en el siglo VI antes de Cristo y le dio un sistema de valores basado en el respeto de la autoridad, la familia y la tradición. Queda por ver si China intentará eventualmente la democratización de sus ancestrales instituciones autoritarias, y si el brote liberalizador estudiantil que fue aplastado en la plaza Tiananmen en 1989 volverá un día para darle el mismo sistema político que ya tienen la India y Japón. Mientras ello no ocurra, será difícil imaginar a China como un aliado de Occidente.
Napoleón dijo que "cuando China despierte, el mundo temblará". Con sus 1.300 millones de almas, su alucinante crecimiento económico, sus viejas cuentas por cobrar y su milenaria sensación de superioridad, China ha despertado. Este es el coloso cuyo presidente Hu Jintao nos visitó esta semana.
No trajo sus alforjas llenas de inversiones, como la ansiedad de nuestro gobierno había anticipado. Pero nos trajo algo que quizá sea más valioso. Nos trajo lecciones.
Para evitar las medidas antidumping que frenan su extraordinaria competitividad industrial, China se propone ser reconocida como una economía "de mercado". No lo ha conseguido todavía ni en Europa ni en los Estados Unidos. En su gira por América del Sur, el presidente Hu obtuvo el reconocimiento que buscaba en Brasil, Chile y la Argentina.
Brasil y Chile se lo concedieron, en el primer caso a cambio de una fuerte corriente de inversiones y, en el segundo, a cambio de un inminente tratado de libre comercio. �A cambio de qué se lo concedió la Argentina?
Brasil y Chile, porque saben lo que quieren, lograron algo concreto de China. Pero la Argentina �sabe lo que quiere? Lo que pudo observar el presidente Hu entre nosotros fue nuestra división entre el sector industrial que teme abrirle las fronteras a una invasión de productos chinos, porque no es suficientemente competitivo, y el sector agroindustrial que aspira a entrar en el mercado chino porque es extraordinariamente competitivo. En tanto el ministro Lavagna, de acuerdo con su posición industrialista, vacilaba en reconocer a China como una economía de mercado, el gobierno les prometió a nuestros industriales que, pese a todo, los protegerá.
Brasil y Chile tienen ya una política de Estado cuyo supremo ejemplo es China, que se ha trazado planes por décadas y no por meses o por años. Esta es la gran lección que deberemos aprender porque, como alguna vez escribió Séneca, para el que no sabe adónde va "nunca hay vientos favorables".
Enrique Valiente Noailles escribió en La Nación el último domingo que, cuando se encontraran, Hu representaría al país más paciente de la Tierra y Kirchner al país más impaciente de la Tierra. Milenaria, China piensa a larguísimo plazo. Dotada de un pueblo talentoso que, sin embargo, descendió de los barcos hace apenas algunas décadas, la Argentina es, todavía, un país adolescente. Se enoja, cambia de humor, quiere todo ahora. Pero el desarrollo económico es un proceso que demanda paciencia. Esta es la segunda lección de nuestros visitantes. Que, dejando de lado el amor por el éxito inmediato, los argentinos empecemos de una buena vez nuestra larga marcha hacia el desarrollo. Al contemplar nuestras bellezas en el Sur, quizás el presidente Hu haya pensado que país formidable los espera. Por eso definió la relación de China con la Argentina como "estratégica". Porque estaba oteando horizontes que nosotros, todavía, ni siquiera imaginamos.