Un soplo trágico se cuela entre las verjas de una casona de Rojas. La muerte y su verdugo, el tiempo, urden paradojas. Amanece el siglo XX.
En cada puerta el mensajero regurgita el grito ácido que inunda su boca: "Ha muerto Ernesto Sábato".
Con resignación y madura preñez de nueve lunas, Juana Ferrari de Sábato despide los restos de su noveno hijo: "Pobre Ernesto, mi hijo del gesto adusto, mi extraño bebé. Jamás me lloró".
Días después acontece el nuevo parto. La madre escudriña el rostro del recién nacido y descubre (o imprime) el gesto del hijo muerto. Sin vacilar decide el nombre. El sacerdote lo consuma en el sacramento: "Yo te bautizo, Ernesto..."
El pacto borra la mancha original y emparenta al niño con la rara familia de enfermos sublimes, poetas de pasiones desenfrenadas, perversiones e "himnos de la noche noválica".
En "Abaddón, el exterminador", Sábato refiere el episodio: "Acababa de morir mi hermano inmediatamente mayor, de dos años de edad. íMe pusieron el mismo nombre! Durante toda la vida me obsesionó la muerte de ese chico que se llamaba como yo y (...) se recordaba con sagrado respeto porque (...) `ese chico no podía vivir"'.
La imposición del nombre selló, 93 años atrás, la pertenencia al mundo metafísico de lo inexplicable y oscuro, de la soledad y la muerte.
"Mi infancia -me dijo cierta vez- la recuerdo oscilante, entre la lucidez diurna y las pesadillas y terrores nocturnos. Fui sonámbulo. Sufrí mucho soñando despierto. Por eso me interesa la novela, porque permite la expresión de los universos de la razón y de la alucinación. Un género híbrido y contradictorio como yo".
Contradicciones documentadas durante seis décadas de ensayos que analizan, defienden y rectifican con coherencia el tránsito de una vida signada por el dolor y las búsquedas, que no fueron aventuras en las puras ideas y los ismos (anarquismo, comunismo, marxismo, existencialismo) sino manifiestos vitales unidos a la esperanza, las persecuciones y el miedo. Pero eso constituye apenas la superficie de su existencia, Sábato diría: "Lo más extremadamente anecdótico y lo más claramente racionalizable".
No acometeremos con frívola irreverencia la descripción de aconteceres desmesurados y contradictorios; ni ensayaremos simplificaciones para los tumbos y violentas sacudidas que lo arrastraron desde las precisas fórmulas y teoremas hacia las desorbitadas manifestaciones surrealistas. Tampoco juzgaremos sus universales méritos literarios. Más bien delinearemos su perfil de buceador de la condición humana, insobornable fiscal de la República, testigo atento a la denuncia del drama que aflige al hombre de hoy y, al mismo tiempo, torturado agonista del mismo conflicto.
Remarcar la circunstancia del nacimiento permite poner el acento sobre los extremos pendulares de su existencia: lo ordenado, lo puro, lo luminoso, el día; lo caótico, lo impuro, lo oscuro, la muerte. En términos nieztcheanos, lo apolíneo y lo dionisíaco de un intelectual que se escabulle a cualquier encasillamiento.
�Quién es Ernesto Sábato?
Él contesta: "Simplemente un escritor". Demarcando límites agrega, "un especialista en nada" que apenas ha intentado "conocer su propio corazón". Cabe aquí recordar aquello que afirmaba Kierkegaard, "cuanto más se ahonda en el alma de uno mismo, más se conoce el alma de todos".
Quien intente otra respuesta deberá sumergirse en la obra y la circunstancia del hombre concreto, como quería Ortega y Gasset.
Yo llegué a él hace tiempo, después de bucear profundamente en sus creaciones y haber sentido la imperiosa necesidad de acercarme al escritor que vitalmente las sufría.
Al verlo por primera vez no se sabe bien qué pensar. La imagen que nos acompañó hasta tocar el timbre, extraída de libros, revistas, televisión, de un Sábato malhumorado y ceñudo, pierde cohesión ante ese hombre vital y lleno de calor humano que se acerca a recibirnos. De pronto uno ha accedido a SU universo poblado de fantasmas y está allí, sentada frente a un ser menudo y descomunal, charlando y contándole los proyectos, las propias obsesiones, custodiada por libros y pinturas, desde donde la mirada magnética de un Kafka, honda y oscura, nos observa.
El estudio, antes despojado y pequeño, luego ampliado para sincerar la invasión del atelier, tiene dos ventanas, una orientada al jardín que él mismo cuida con esmero.
La casa (una vieja quinta con historia, en Santos Lugares) se distingue entre las otras, tal como el hombre que la habita. Amplio jardín, altos pinos y flores multicolores hablan de aquerenciamiento, de firmes raíces. El interior intrincado, en distintos niveles, confunde al visitante haciéndolo desplazarse con cautela. Acogedor, soleado, sobrio hasta lo indecible, con paredes tachonadas de libros y pinturas de artistas argentinos, todo blanquinegro: toldos y sillones, cortinas y azulejos.
Esta descripción no me pertenece totalmente, pero no recuerdo de quién tomé imágenes prestadas, un tanto alteradas por mis propias impresiones.
Allí se puede hablar con Sábato hasta el cansancio, porque para él "el reloj no existe o no debiera existir", extraña aspiración para una época y sociedad que entroniza lo medido y dosificado.
Su generosa conversación tiene dos rasgos singulares: la fuerza y la coherencia. Lo que Sábato dice posee el aliento, la dimensión y la autoridad de una profecía.
En una ocasión le comenté algo que un prestigioso profesor de la UNL, eminente matemático y gran amigo, fallecido, me pidió que le dijese: que lo consideraba un genio pero que era una pena que no se definiera políticamente. Con serena y noble potestad me respondió que siempre lo hizo, con independencia de criterio, sin formar parte de sectas, partidos o logias, que ha dicho lo que tenía que decir solo, mal o bien pero desde su propia trinchera. "Creo que el escritor debe ser en definitiva un testigo insobornable y solitario, aunque resulte más difícil de esa forma, pues no se cuenta con el partido, o la revolución o la iglesia para que lo defienda y respalde".
Yo, como tantos que reconocemos su "saludable influencia" (en palabras de Carlos Catania) sabemos que en él la no afiliación no es indicio de indefinición política. Cómo podría serlo en alguien que defiende visceralmente la democracia con justicia social y en libertad; que es partidario de una sociedad donde no reine la explotación ni la miseria, ni haya niños que mueren de hambre o de las enfermedades de la pobreza; pero no quiere justicia social sin libertad, como tampoco la presunta libertad que se invoca en los países donde reina la explotación y la libertad es sólo para ricos. Sabe que es mucho pedir, que es casi una utopía pero... "�qué menos podría salvaguardar la sagrada condición del Hombre?"
Lo que no admite dudas es su necesidad de afecto. Quizá esa sea la causa de su entrañable amor por los jóvenes, porque encuentra impulsos sin trabas y sinceridad. Ellos lo buscan, lo siguen y lo escuchan porque ven en él a una de las personalidades más auténticas de la Argentina.
No pocas veces Sábato, dirigiéndose a los jóvenes, recuerda sus crisis ideológicas y espirituales, les habla de sus ímpetus de los años juveniles y les pide que no permitan ser utilizados para finalidades distintas a las que se argumentan, ni se dejen subyugar por falsas promesas.
En el ocaso del siglo XX, cuando exageradas contracciones de dolor lo conmocionaron tras la muerte de su hijo Jorge Federico y luego de Matilde, mujer, musa y compañera de toda su vida, Sábato decidió publicar sus memorias, "Antes del fin", considerado el testamento de este intelectual impar.
Lo escribió como negándose a terminarlo, no por miedo a invocar su propio fin sino por temor a traicionar (confiesa en "Palabras preliminares") la confianza que los jóvenes tienen en su palabra.
Sea el epílogo de esa obra donde Sábato nos abruma con su valor, su pasión y su lucha incorruptible, su solidaridad y compromiso con los desposeídos, su entrega total al arte, y su sólida esperanza en los jóvenes, el grito que nos una en una especie de plegaria a todos aquellos que todavía podemos hacer algo por rescatar los restos de la humanidad frente a esta civilización que se derrumba: "Les propongo, entonces, con la gravedad de las palabras finales de la vida, que nos abracemos en un compromiso. Salgamos a los espacios abiertos, arriesguémonos por el otro(...) En tiempos oscuros nos ayudan quienes han sabido andar en la noche [...] Piensen siempre en la nobleza de estos hombres que redimen a la humanidad. A través de su muerte nos entregan el valor supremo de la vida, mostrándonos que el obstáculo no impide la historia, nos recuerdan que el hombre sólo cabe en la utopía".
Martha F. Raviolo Mascaró