Hay cafés que atesoran historias y leyendas, además de su propia prosapia; quién, andando por las calles de París, no sintió alguna vez la tentación de pagar una suma superior a la habitual por una consumición en La Coupole, en Des Deux Magots o el Café de Flore, nada más que por tratarse de lugares que poseen un magnetismo muy especial. Lo mismo podría decirse del Florian veneciano y de otros no menos tradicionales de Praga, Viena o Madrid, incluyendo al A Brasileira, emplazado en el Chiado lisboeta, donde el poeta Fernando Pessoa sigue ocupando su mesa, aunque sea a través de una imagen esculpida en bronce. En fin, son cafés que perduraron a través del tiempo, que sobrevivieron a las mutaciones de los hábitos y costumbres de la gente, manteniendo incólume su prosapia. También es cierto que, mientras unos resistieron el paso de ese mismo tiempo, otros, muchos otros, sucumbieron y debieron cerrar definitivamente sus puertas.
Los cafés también formaron -y siguen formando- parte del acervo cultural de una metrópoli tan cosmopolita como Buenos Aires; fueron y son una institución dentro de la idiosincrasia de los porteños. Poetas e intelectuales múltiples, tangueros y bohemios que dejaron ahí su impronta frecuentaron esos reductos, mezclándose con tantos seres anónimos que pasaron por sus mesas, o se los vio acodados sobre el mostrador. Cafés a los que se encontraba -y se los encuentra aún- diseminados a lo largo y a lo ancho de aquellos cien barrios exaltados por Alberto Castillo, aunque nunca fueron tantos, en medio de ese laberinto de calles y avenidas que van del centro a Almagro, de Palermo a San Telmo, de la Recoleta a la Boca, y así sucesivamente.
Peregrinando por esas mismas arterias, solemos encontrar muchos bares tradicionales, ya casi emblemáticos, en su mayoría remozados, como el viejo Tortoni de la Avenida de Mayo, cuyo salón rinde tributo a poetas, músicos y plásticos vernáculos. Pero, más allá de ése y de otros afines, siempre resulta grato acercarse a la mítica intersección de las avenidas San Juan y Boedo, la esquina que inmortalizó Homero Manzi y que, por lo tanto, hoy lleva su nombre, con el cual también se bautizó al café allí ubicado. El local todavía preserva sus palcos, identificados con nombres de famosos (Carlos Gardel, uno de ellos; Aníbal Troilo, Azucena Maizani, Enrique Santos Discépolo y Libertad Lamarque, los restantes), y el escenario donde actuaron orquestas y cantores del pasado, mientras que otros bandoneones y otros violines hoy acompañan a otras voces, que buscan mantener incólumes los esplendores de otrora.
A pocas cuadras de allí, en Boedo y San Ignacio, el Café Margot trata de no ser menos y hace su aporte a un barrio tan cambiado que al propio Homero, a Celedonio o al mismísimo Discepolín les costaría reconocerlo. Pero a ese bar se lo preserva como era antaño: con su misma fachada, sus mesas y su mostrador, convertidos en verdaderas reliquias de un Buenos Aires con tranvías e infatigables mateos, que es evocado allí mismo a través de unas cuantas fotografías de entonces.
Más que centenaria también ella, como que su inauguración se remonta al 21 de setiembre de 1884, a Las Violetas se la puede encasillar mejor como confitería, a pesar de que para sus parroquianos matinales siga siendo un café, elegante, por cierto. Está en pleno Almagro, allí donde la avenida Rivadavia convierte a Medrano en Castro Barros, o viceversa.
El edificio exhibe los cuidadosos trabajos de restauración que le permitieron conservar sus detalles arquitectónicos y ornamentales, como para que sus vitraux, sus arañas de bronce y caireles de cristal, sus espejos biselados, el artesonado del techo y su mostrador de madera taraceada sigan reluciendo en su interior.
Un refinado tono francés enmarca sus señoriales salones, que en los albores de los años setenta -según me comenta un adepto al cine- fueron ocupados por Torre Nilsson para filmar algunas escenas de su película "La mafia".
Volviendo hacia el centro, cerca de la Plaza de Mayo, lindando con la antiquísima farmacia La Estrella -verdadera reliquia del ramo-, en Alsina al 400, está La Puerto Rico, que también tiene sus años y su predicamento. La inauguraron en 1887 y, aunque hoy pasa casi inadvertida, es otro de los cafés tradicionales de un Buenos Aires pretérito, por lo que, en 1999 la Legislatura metropolitana lo declaró de interés cultural.
La Puerto Rico, con una arquitectura de cierto sabor caribeño, todavía se precia de moler y servir su propio café, un hábito que, al parecer, sus dueños nunca resignaron.
Y se podrían seguir nombrando muchos otros, cada uno con su porción de historia o sus antecedentes literarios, como el London City, que destinó una de sus mesas a la evocación de Julio Cortázar, ya que en ese bar de Avenida de Mayo y Perú, él convocó a los personajes de su novela "Los premios".
Y siguiendo por calle Perú, a la altura del 300, todavía permanece El Querandí, donde un por entonces ignoto Witold Gombrowicz solía pasar largas horas. Y prosiguiendo por la misma arteria, al llegar a Carlos Calvo, El Federal es otro ámbito para disfrutar, por todos los anacrónicos elementos que forman parte de su decoración (un viejo mostrador, la máquina expendedora de café, las propagandas y los envases de bebidas de otras épocas, los retratos en blanco y negro...).
Sí, a esa altura ya estamos en San Telmo y en el corazón mismo del barrio, el Plaza Dorrego acentúa su aspecto de típico cafetín y se colma de turistas; allí mismo, una vez se los vio a Borges y Sábato compartir una mesa.
Unas cuadras más adelante, en Brasil y Defensa, frente al parque Lezama, El Británico también era frecuentado por Sábato cuando estaba escribiendo "Sobre héroes y tumbas", algunas de cuyas páginas -aseguran- que fueron pergeñadas ahí mismo.
Buenos Aires es una urbe donde los cafés tuvieron su arraigo, que fueron lugar de reunión o de refugio de notables de las letras y de la política vernáculas, que por las tardes y las noches se colmaban de música, ejecutada en vivo por orquestas famosas: de Angelis, por aquí, más allá Troilo o Pugliese...
Acaso lo mismo sucedió en París, Venecia, Praga, Lisboa o Madrid, donde, como en Buenos Aires, los cafés forman parte de la tradición de esas ciudades. Una herencia a la que Santa Fe no fue ajena, aunque sus bares tradicionales hayan desaparecido, pasando a formar parte de los recuerdos de algunos santafesinos nostálgicos y memoriosos. Esos que no olvidan los lisos de El Gran Chopp o de La Modelo, los carlitos de El Cabildo (el primigenio, el de calle Salta y cortada Bustamante) o los cafecitos mañaneros en el Oriente de calle San Martín, cuando ella no era peatonal, o los billares del Asia, ahí frente a la plaza España.
Sí, aquí también hubo cafés que tuvieron su predicamento, pero se fueron perdiendo, como resignadamente en esta ciudad nuestra se perdieron tantas cosas entrañables.
Graciela Daneri