La vuelta al mundo
Los dilemas de Estados Unidos
Por Rogelio Alaniz

Los enemigos de George Bush -que, por supuesto, los tiene a millares- consideran que después de lo ocurrido en Nueva Orleans el hombre está ingresando a la condición de cadáver político. Yo no sé si soy un enemigo de Bush, pero de lo que estoy seguro es de que, si fuera norteamericano, no lo votaría. Hecha la debida aclaración, aconsejaría a continuación prudencia a la hora de los festejos, porque no sería ésta la primera vez que se cumpliría el aforismo que asegura que "los muertos que vos matáis gozan de buena salud", sobre todo si se tienen en cuenta las características del pueblo norteamericano y su exasperante y burbujeante volatilidad.

Es verdad que existen buenos motivos para creer que esta vez el americano medio entienda quién es Bush. Pero también puede ocurrir que los críticos del presidente aprendan, una vez más, cómo piensa y cómo reacciona ese americano medio que vive muy cómodo y no se muere de tristeza porque algunos miles de negros se ahoguen.

Lo que sí es cierto es que en esta ocasión el pueblo no ha cerrado filas detrás de su presidente, como ocurrió con el atentado terrorista contra las Torres Gemelas. Por el contrario, por primera vez en muchos años, la imagen presidencial está por lo menos tocada y no faltan los que aseguran que, más que tocada, está herida mortalmente. Todo está por verse, pero si les vamos a creer a las encuestas, la imagen presidencial ha descendido veinte puntos en una semana, un verdadero récord que ni siquiera Bill Clinton pudo lograr cuando lo descubrieron pellizcando, o algo parecido, a su pasante.

Sobre el tema de las encuestas tampoco hay que hacerse muchas ilusiones porque, como los amores de estudiantes cantados por Gardel, hoy dicen una cosa y mañana se hace exactamente lo contrario. No sería nada raro, por ejemplo, que el gobierno federal sacase un conejo de la galera o, directamente, lo sacase a Ben Laden de algún otro lado y el humor de la sociedad se modificara en forma radical. Porque, desde lo de las Torres Gemelas hasta la fecha, se sabe que Ben Laden existe, entre otras cosas, para garantizar que en los Estados Unidos un tipo como George Bush sea popular.

Digamos que en los Estados Unidos de Norteamérica pueden pasar muchas cosas, puede ocurrir incluso que George Bush abandone su puesto en la Casa Blanca. Lo que no va a pasar, con seguridad -y sobre este tema hasta me atrevería a apostar-, es que los Estados Unidos cambien o sean algo diferente de lo que hoy son. Podrá irse o quedarse un presidente, pero el imperio seguirá siendo el imperio y, si bien son importantes las diferencias entre un cónsul inteligente o un cónsul bruto, en lo fundamental las cosas no cambiarán o, por lo menos, no van a cambiar en el tono, la magnitud y el ritmo que imaginan los enemigos de Bush.

Algunas diferencias, de todos modos, hay con el pasado, y hasta es probable, y tal vez deseable, que los historiadores en los Estados Unidos periodicen tomando como referencia lo que ocurrió antes y después de lo de Nueva Orleans. Por lo pronto, hay un debate abierto sobre la actitud de un presidente a quien la desgracia lo sorprendió mirando el techo de su rancho de Texas, posición que abandonó recién a los tres días para darse una vuelta en avión tratando de entender lo que estaba pasando, "en esa región del mundo", como dijo, refiriéndose no a Uganda o a Chechenia, sino a los Estados de Louisiana, Alabama y Mississippi.

Bush no dijo "a mí nadie me avisó", porque esas genialidades sólo las pueden expresar los gobernantes de opereta que votamos en las republiquetas del Tercer Mundo. Pero, así como es un error político decir disparates, también es un error serio no ser capaz de decir una palabra cuando una gran tragedia golpea a un pueblo.

Bush también se quedó mudo cuando se derrumbaron las Torres Gemelas y ya se sabe que desde entonces sus asesores le aconsejan que hable lo menos posible porque tienen buenos motivos para sospechar que hay más peligro para la seguridad de los Estados Unidos cuando habla que cuando se queda callado. En los Estados Unidos, como ocurre en las naciones fuertes, quienes gobiernan son "las cosas", las fuerzas invisibles del poder, y la tarea de los presidentes se reduce, en muchos a casos, a expresar simbólicamente la ilusión de que quien manda es alguien votado por el pueblo.

De todos modos, algo podrido se debe estar oliendo en Dinamarca -o en la Casa Blanca, para ser más preciso- para que hasta los diarios conservadores le recriminen al gobierno su falta de reflejos y su incapacidad para prevenir la tragedia. Columnistas que hasta hace un par de semanas ponderaban a Bush y consideraban que nunca, desde los tiempos de Washington, había habido un presidente tan bueno, hoy ponen en discusión sus condiciones de liderazgo y hasta se animan a cuestionar una filosofía política que reduce las funciones del Estado al mínimo y confían en que las fuerzas ciegas del mercado hagan su benéfica tarea.

El razonamiento de los flamantes críticos es bastante simple y lógico, casi elemental: los Estados unidos no pueden pretender ser un gran imperio, asegurar la paz en el mundo y garantizarles seguridad a sus ciudadanos con un Estado que reduce su actividad en cuestiones sociales.

Lo que estos analistas le dicen al poder es que "todo no se puede", que en algún momento habrá que elegir entre gastar cinco mil millones de dólares por mes en una guerra que nadie entiende y que todos critican y, al mismo tiempo, disponer de recursos para salvar a sus propios ciudadanos cuando ocurre una tragedia.

Recordemos que Bush llegó al poder prometiendo liquidar el plan de salud programado por Clinton, reducir los impuestos de los más ricos y desmantelar todo el dispositivo de seguridad social montado desde los tiempos de Roosevelt. Hoy los norteamericanos están empezando a descubrir que, si hubieran contado con recursos, los diques de Nueva Orleans no habrían colapsado, y que, si en lugar de mandar a los muchachos de la Guardia Nacional a pelear a Irak, los hubieran dejado en sus Estados, muchas vidas podrían haberse salvado.

El historiador Paul Kennedy postula que los imperios en algún momento se extienden de tal manera que comienzan a debilitarse. Es como que la colcha no alcanza para cubrir la cabeza y los pies de un cuerpo cada vez más grande. Atendiendo a estas consideraciones, podríamos decir que hoy los Estados Unidos no pueden hacerse cargo de la guerra de Irak y de proteger a sus ciudadanos de Lousiana. En algún momento deberán elegir entre una cosa u otra o, por lo menos, deberán hacerse cargo de que ciertas tareas internas no pueden soslayarse y ciertas misiones internacionales no se pueden librar en absoluta soledad y violando la legislación internacional.