(De "Epístolas", II, 3, 46-76).
Seas sobrio y también cauto
al disponer las palabras;
tu lenguaje será admirado
si con hábil combinación
vuelves nuevo a un vocablo conocido.
Y si fuese necesario revelar
con expresiones nuevas
el misterio de las cosas
o decir lo que nunca oyeron los arcaicos Cétegos (1),
ejercerás esta licencia
si lo haces con pudor
y las palabras recién acuñadas podrán aprobarse,
con leves adaptaciones, si manan de fuente griega.
¿Acaso tolerarán los romanos en Plauto y Cecilio
lo que niegan a Virgilio y a Varo? (2)
¿Y por qué debería ser yo reprendido
al aportar algunos términos
si la lengua de Catón y de Ennio
enriqueció el idioma patrio con nuevos nombres?
Fue lícito y siempre será lícito
producir palabras marcadas con el sello del presente.
Como los bosques mudan cada año su follaje
al caer sus hojas primeras,
así pasan y caducan las palabras
y otras más recientes florecen
con el vigor de la juventud.
Nos debemos a la muerte, nosotros y lo nuestro.
Y si la tierra se abre y recibe al mar, obra de un rey,
para proteger las naves de los vientos Aquilones;
o si la laguna estéril, antes hendida por los remos,
es surcada ahora por el peso del arado
y nutre las ciudades vecinas;
o si se educa el curso de un río
para que no destruya las mieses (3);
todas éstas, obras de mortales, perecerán,
cómo no habrían de morir el honor y la gracia vivaz de las palabras.
Muchas ya caídas renacerán,
y caerán otras ahora prestigiosas, si así lo quiere el uso,
en quien radica el arbitrio, el derecho y la norma del lenguaje (4).
Horacio(Traducción de Silvio Cornú)