Bajo la magia del Rey Momo
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Dos de la tarde. Suenan los cañonazos de la aduana. Los muchachos se apresuran a cargar los coches y carruajes de su artesanal armamento. Ellas corren a cerrar puertas y ventanas. Todo vale, llegó el carnaval.
La anécdota corresponde a fines de siglo XIX, en los días precedentes a la cuaresma. Por entonces, el Rey Momo se apoderaba de la incipiente ciudad y daba rienda suelta a la magia de los disfraces, la música y los juegos de agua, entre serpentinas y lanza perfume.
Al sumergirnos en sus orígenes, evocamos al mítico Egipto, en los días de fiesta en que se honraba a Baco -el dios del vino- y al buey Apis. También, en las saturnalias romanas, en honor al dios Saturno, señor de la siembra y la cosecha.
De allí, el carnaval tomó diferentes formas y se embebió de culturas y usanzas al difundirse por Europa. En Italia, navegó en Venecia y adoptó máscaras y antifaces, camuflaje utilizado como vehículo de alegría, para que el anónimo personaje pudiese gozar de impunidad en juegos, romances y amoríos.
Su figura más representativa es el Rey Momo que, según cuenta la leyenda, era el dios de las burlas, hijo del sueño y la noche, que con chistes y una mímica grotesca, divertía a las deidades del Olimpo. Momo es el arlequín que, escondido tras una máscara, acompaña sus bromas con un bastón terminado en muñeco, símbolo de la locura.
Si bien la fiesta llegó a América de la mano de españoles y portugueses, en la época de la colonización, los quichuas y aimaraes, por entonces pobladores de estas orillas, ya realizaban celebraciones similares.
Desde sus más primitivos comienzos, Santa Fe festejó el carnaval a su modo y dejó una fuerte impronta en el recuerdo de quienes se animaron a vivirlo.
El vocablo procede del italiano `carnevale', que significa "quitar la carne". De este modo, refiere a la prohibición religiosa de consumirla durante los cuarenta días que preceden a la Pascua. Por ello la fiesta comprende los tres anteriores al miércoles de ceniza, como licencia de festejos para despedirse de los pecados que no habrían de cometerse por cuarenta días más.
Existen varias investigaciones acerca de la llegada del carnaval a Santa Fe. Al respecto se ocuparon historiadores y escritores de renombre como Agustín Zapata Goyán, Floriano Zapata, Mateo Booz y Clementino Paredes.
Al parecer, la regularidad de los festejos santafesinos surge después de 1853, sobre la calle principal. El primer recorrido del corso partía de Plaza de mayo, por Calle Comercio -hoy San Martín-, hasta Tucumán. Desde allí se dirigía hasta San Jerónimo y tomaba más tarde calle 23 de Diciembre -hoy Gral. López-. El Dr. Clementino Paredes escribe, en "Los carnavales de la vieja Santa Fe", que "la municipalidad, la comisión de vecinos, quince días antes por lo menos de las fiestas de carnaval, comenzaban a efectuar el arreglo de las calles, por donde el pueblo desfilara, alegre, sonriente y locuaz, haciendo derroche de buen humor y presentando sus originalidades en sus trajes, en sus comparsas y en sus vehículos bien ataviados". Dado que, por entonces, la ciudad no contaba con luz eléctrica -inaugurada recién en 1890-, las calles se iluminaban con candilejas equidistantes. Éstas se encendían a las 20, y debían iluminar la fiesta hasta medianoche.
"La parte superior de los arcos y sus columnas, estaban adornadas con guirnaldas de hojas de ciprés, matizados con coronas de flores naturales y artificiales, y de la parte superior de aquellos pendían una cantidad de farolitos chinescos encendidos, cuya multiplicidad de colores, daba un aspecto encantador", describió Paredes según su propia vivencia.
En aquellos primeros tiempos, en el recorrido no había palcos. Las damas y las niñas miraban el desfile desde el balcón, la ventana o el zaguán, mientras la servidumbre y el pueblo se ubicaban en las veredas, donde colocaban sillas de madera.
El 23 de diciembre del año 1900, luego de una noche de serenatas, nueve amigos se unieron en el mismo sueño candombero de formar una comparsa. Según Mario Luis López, fundador de la Casa de la Cultura Indo Afro Americana y autor de "Una historia a contramano de la oficial", la mayoría de ellos era afro-descendiente y tenía una especial consideración por José Braulio Acosta, más conocido como `el Negro Arigós'.
De allí en más, este hombre fue el espíritu del grupo que se fundó al día siguiente, pasando a la historia como precursor de la comparsa los "Negros santafesinos".
Al respecto, Mario López afirma que "en el carnaval de 1901 pudieron presentarse en público con una formación muy interesante que llamó la atención por su número, su disciplina, sus trajes y fundamentalmente por el aflautado conjunto de guitarras y la calidad de sus canciones. El éxito fue inmediato".
Cuenta Mario, que Arigós iba delante, y a cada paso cantaba: "Arecuma, recumba, recumba recá. Aquí viene este negro que quiere pelear".
Detrás suyo aparecían los llamado diablitos que, vestidos de rojo y negro, se abrían paso entre la gente. Los músicos, que iban detrás, tocaban candombes enfundados en trajes rojos con franjas blancas. Según Mario López, ambos colores corresponden a dos deidades Afro. La primera, con `Exú', mensajero entre los dioses y los hombres. Y, por otro lado, el rojo y el blanco con `Xangó', dios del fuego, del rayo, del trueno, del aire y del viento.
En "Una historia a contramano", López cuenta que "para los carnavales de 1902 se incorporan diversos músicos que reforzaron la comparsa, entre ellos inmigrantes italianos y españoles como Pascual Serrao o un almacenero de apellido Beltrocco, y salen con 20 guitarristas, bombos y tambores, que aparentemente eran prestados por la fanfarria de un regimiento militar de la zona".
La comparsa de los "Negros santafesinos" es hoy una de las más recordadas por quienes la pudieron disfrutar hasta 1951, año en que falleció su emblema, el Negro Arigós.
Por las mismas circunstancias que dieron origen a estos festejos, la religión no los bendijo. Así fue como, en la década del '40, las familias más tradicionales de Santa Fe se abstenían de festejar el carnaval.
Sito en la misma calle por donde desfilaban los corsos, el Club del Orden no realizó fiestas de este tipo. Jorge Reynoso Aldao, periodista e historiador, aclara que "el club no organizó fiestas de carnaval para no infringir las normas de la Iglesia. En momentos en que no se concebían los bailes sin orquesta, en el Club surgían reuniones de carnaval improvisadas, donde se bailaba con Vitrola".
En lo que refiere a las vestimentas, Reynoso Aldao aclara que, en estos círculos sociales, "las chicas no se disfrazaban porque, si lo hacían, después lo debían confesar. La Iglesia sostenía que el carnaval era un resabio del paganismo. Y, al no concurrir disfrazadas, daban un doble mensaje, un `están y no están".
Pero ésa no fue la única brecha entre clases y hábitos. A diferencia del candombe de la comparsa de Arigós, Reynoso Aldao aclara que, el resto de las agrupaciones, desfilaban por San Martín sin bailar y tocando, en la mayoría de los casos, vals.
A partir de 1933, las comisiones de Barrio Sud, Barrio Oeste, y Barranquitas, organizaron el tradicional Corso de la Avenida del Oeste, hoy llamada Avenida Freyre.
Los desfiles se hicieron tradición. En 1946, el joven Jaime Alaluf advirtió la concurrencia de los corsos de esta avenida, alquiló un local y la casa que lo contenía y fundó, a la altura del 2500, una heladería que hoy ya es tradición. Después de sesenta años al frente de su negocio, Jaime también es un documento vivo de lo que fue el carnaval: "Recuerdo que estos corsos eran los más maravillosos. Desfilaban muchas murgas, como `Los Niños en Vacaciones' y la de los `Negros santafesinos'. La entrada era libre y gratuita, acudían familias enteras. Los primeros años, el tránsito vehicular no estaba cerrado. Por eso, pasaban autos y camiones llevando gente disfrazada, tocando música, bandoneones y guitarras. La gente me pedía pasar a mi balcón para jugar con agua. Todos venían a mi casa, porque era el centro del corso. Esta cuadra era la principal, porque el desfile iba desde Mendoza hasta Suipacha".
En esos calurosos días de fiesta, también la venta de helados era muy particular: "Traíamos una conservadora especial porque hacíamos más helados que de costumbre. Llegamos a vender más de mil". Pero Alaluf siempre fue emprendedor, y no se conformó sólo con la heladería: "A comienzos de los años 50 rentábamos sillas y, como me enteré de un señor que alquilaba películas, las proyectábamos sobre el frente de la heladería. Yo le pagaba la publicidad y se llenaba de gente".
Con el paso del tiempo, la ciudad se expandió. Con ella, también crecieron los festejos de carnaval. Así fue como, mientras muchos se congregaban en la Avenida del Oeste, comenzaron también los corsos en la avenida Costanera, que por entonces era un sector residencial. En este caso, el desfile era organizado por una comisión oficial que no escatimaba recursos.
Así fue como, en los años '40, el carnaval brillaba a orillas de la Setúbal. Una vecina de la zona, Blanca, tenía por entonces diez años y vivía en Bulevar al 900. Al recordar aquellos días de fiesta, esboza una sonrisa que evoca imágenes. "El corso recorría avenida Siete Jefes, en su franja este. En el centro de la avenida se colocaban palcos de madera, que la dividían en dos. Así, las carrozas y carruajes recorrían ambos lados, y paseaban a las señoritas que concursaban para llegar a reina. El desfile era muy señorial, las postulantes iban vestidas de largo y llevaban capelinas, vestían todas sus galas. Entre las carrozas iban cuantiosas comparsas que, en muchos casos, eran las mismas que se presentaban en otros puntos de la ciudad".
Junto a la laguna, los bailes del Club Regatas, por entonces, también ganaban su lugar en la historia del carnaval. Al respecto, Reynoso Aldao comenta que "el club centralizaba a barrio Candioti. Era el barrio de ingenieros, capataces, gente de alto nivel socio económico, con costumbres más europeas. Recuerdo que sus bailes eran muy populosos, llenaban el edificio en sus tres niveles". En los años sesenta, Regatas comienza a competir con los bailes del Club Unión, que traía a Sandro en su apogeo, a Palito Ortega y las grandes figuras del `Club del Clan'. Los bailes eran muy populares, y tenían su nota distintiva: las chicas adolescentes iban en grupos de amigas, bajo el cuidado de algunas de ellas. Alquilaban la mesa y aguardaban que las sacaran a bailar.
Como a toda magia, el tiempo también apagó al carnaval. Aquellos desfiles multitudinarios por las avenidas santafesinas, hoy sólo se ven en los recuerdos que provocan nostalgia y valor al recordar.
Jaime, por su parte, dice que extraña "el bullicio, la alegría, la fiesta espectacular. Al principio eran nueve cuadras de desfile que se llenaban de gente. Los bares trabajaban muy bien, se vendían choripanes en todas las esquinas. Creo que fue después del 70 que comenzaron a disminuir. Como no había premios para las murgas, muchas dejaron de bailar. También influyó el cobro de entrada por persona, que alejó al público familiar".
Blanca, por su parte, suspira y opina que "el carnaval era una fiesta esperada. Esos tres días tenían un encanto especial. Había una magia que los volvía distintos. Todo era entusiasmo, y aquello que en otro momento enojaba, en esos días se perdonaba, porque era carnaval".