Estoy en la puerta de la Sala Mayor, miro a mi alrededor y pienso en tantas cosas. Recuerdo cuántas muestras hemos preparado para lograr ese color de las paredes de fondo; cómo hemos mirado, opinado, encendidos de carmín y bermellón, hasta que llegamos a éste, que está fantástico y es tan parecido al original que me da un poco de vértigo y me transporta cien años atrás... Trato de imaginar, entonces, en qué circunstancias diferentes habrán trabajado, cómo habrá sido esa gente, cuántos de ellos, inmigrantes recién llegados, poniendo con cada cucharada de mezcla toda la esperanza de un futuro distinto en estas tierras. Me da ternura recordarlos en los errores que hemos encontrado: mosaicos decorados colocados al revés, sin respetar el dibujo, ornamentos invertidos, asimetrías inexplicables, �quién habrá sido el inexperto que se quedó medio solo y lo hizo como le salió? A ver, les cuestiono con la imaginación a mis antecesores constructores, �por qué les alcanzó la plata para colocar zócalos de mármol en las escaleras secundarias de Juan de Garay y no en las principales, de San Martín? Preguntas, sonrisas, y todo ello ya forma parte de este patrimonio, también, como el paro portuario que provocó que no se esperaran más los materiales de Europa y se saliera a comprar a los fabricantes locales, implicando con ello, entre otras cosas, que los pisos del Teatro sean los mismos que los de las casas de nuestras abuelas.
Y aquí están también nuestras propias vidas, las de toda la gente que ha pasado en estos días de obra y nos ha contado -a veces, entre lágrimas- sus pedacitos de historia entre estas paredes centenarias. A juzgar por estos relatos, creo en verdad que queda poca gente en esta ciudad que por un motivo u otro no haya pisado el escenario del Teatro Municipal: está el que bailaba folclore en la academia del barrio, está la que hace sesenta años recibió su diploma de maestra normal, la que cantó con el coro de abuelos, el que actuó con el grupo de la secundaria, la que bailó El Lago de los Cisnes a los tres años, hace veinte, sin olvidarnos de la bebé que nació entre las butacas interrumpiendo una zarzuela. Si me preguntan qué es el patrimonio, les digo que acá, en el Teatro, es tan tangible como un ladrillo. Porque es esta red de emociones, recuerdos y significados enmarañada con paredes, ornamentos, telones, butacas, atravesada por un siglo, lo que hace que este lugar cobre tanta magia en la memoria colectiva.
Tantas historias. Pienso en los albañiles que hablan de la pintura para Apolo y de la plataforma para Orlandi, como si el dios y el maestro fueran dos amigos a los que les estamos haciendo una gauchada. Pienso en el pobre Apolo, en las alturas, tomado como fortaleza por una colmena de encarnizadas abejas que no quieren abandonar ese olimpo y que han abierto un último y milimétrico boquete en la axila del dios. Y qué decir del municipal enamorado de la restauradora que la mira desde abajo mientras ella, colgada en las alturas, pinta y dora, indiferente a todo lo demás. Pobre Teatro, el nacido para la lírica, cómo ha vibrado al son de Los Palmeras en estos meses, justamente él, que lleva los nombres de Verdi y de Rossini grabados en la frente.
En cuanto a ella...
Los restauradores han escuchado sus pasos acercándose y, al darse la vuelta reteniendo el aliento, no han encontrado a nadie. Algunos la presintieron, pero otros la han visto: es una mujer que se pasea por las gradas, vestida con ropas claras, con algo en la cabeza, dicen. Que observa seria, se sienta en algún rincón y se queda quieta, dicen.
�Quién es? Todo teatro que se precie tiene fantasmas que atisban desde los rincones. Hay quienes dicen que es la planchadora que se ahorcó por amor en un camarín, pero no lo creo. Yo sé quién es ella: es la musa, la pasión del arte que se manifiesta en el Teatro y que está simplemente esperando, con paciencia, que le devuelvan la posibilidad de ser.
Siento que somos intrusos para ella, porque esta obra de restauración que tanto significa para la ciudad no sería nada si no se hubieran mantenido vivas la emoción, la pasión por la escena, la energía que se emana desde el escenario y conmueve al espectador. Aquella que en este Teatro nació con el primer hálito de creación, hace cien años, el día de la función inaugural, sobreviviendo desde entonces como una antorcha que se pasa de mano en mano.
Estoy en la puerta de la Sala Mayor, la busco y no la veo, pero sé que está cerca, aguardando. Pronto, muy pronto, se desarmarán los últimos andamios, la araña volverá a su lugar en las alturas, la luces se encenderán, el telón nuevo se abrirá por primera vez y la magia del teatro renacerá. Entonces, ella, la musa de la creación, podrá volver a sonreír.
(*) Arquitecta. Coordinación de Obras Teatro Municipal.