Ignacio Gutiérrez Zaldívar
El 23 del corriente, a los 73 años, murió un grande de nuestro arte, Claudio Rikelme. Nos dejó su mayor tesoro: su visión lírica y beatífica del paisaje. Obras que, si pudieran ser definidas con una palabra, la más adecuada sería serenidad.
Rikelme nació y murió en invierno, y en su mágico paso nos dejó todo el encanto, el color y la paz de sus paisajes.
Pasó su infancia en Aguada de la Piedra, Río Negro, al pie de la Cordillera de los Andes. De bisabuelo indio, quiso homenajear a sus ancestros diseñando una nueva grafía para su apellido. Así nació Rikelme, palabra que, encerrada entre dos líneas paralelas, le sugiere las formas de una guarda precolombina.
De niño fue pastor en la montaña y allí nació su vocación de pintor. Nos contaba que, "desde mi cerro Tapiliuque, aprendí a ver a la distancia; allí descubrí que, cuando el sol calienta, las nubes se mueven y, al abrirse, cruzan los rayos de luz, cambiando los colores".
A los 10 años se mudó al mar, y vivió muchos años en San Antonio Oeste y Puerto Madryn. Durante su juventud, para subsistir, alternó los más diversos oficios con su gran pasión: la pintura. En 1957 abandonó su trabajo como calderero en los ferrocarriles, para probar fortuna en Buenos Aires.
Gracias a su dominio del dibujo, rápidamente encontró trabajo como dibujante publicitario y al poco tiempo se convirtió en director de arte de una editorial porteña. Muy pronto obtuvo los primeros logros como pintor: una beca del Fondo Nacional de las Artes en 1966 y su primera exposición individual al año siguiente. Siguieron, luego, numerosas muestras en distintas ciudades de nuestro país y del exterior.
Lejos de la tierra de sus ancestros, conservaba la Patagonia grabada en el alma y le rindió tributo en cada una de sus obras. Reflejó también la dilatada extensión de la pampa con sus ombúes solitarios, los campos amarillos con girasoles, el sol rojo del atardecer, y los árboles, transfigurados por la luz, que los vuelve ondulantes, intangibles, casi mágicos.
Representé a Claudio por más de 20 años y debo decir que no sólo fue uno de los más grandes paisajistas que ha dado nuestro arte, sino que ha sido una persona excepcional y confirmado, una vez más, que los artistas siempre pintan un autorretrato: en sus paisajes están la paz, la humildad, la serenidad y la emoción del hombre que ama profundamente a su tierra y a su arte. Para Claudio, todo honor y toda gloria.