Democracia y espionaje
A la denuncia de Roberto Lavagna responsabilizando al gobierno de ordenar a los servicios de inteligencia que controlen sus actividades públicas y privadas, ahora se le suma la de Mauricio Macri y Elisa Carrió. En todos los casos se habla de "pinchaduras" de teléfonos, seguimientos y otras modalidades más o menos sofisticadas de control.
En una sociedad democrática, estas prácticas no se deberían aceptar y, efectivamente, no se aceptan. El gobierno nacional es consciente de que estas medidas son ilegales y se esfuerza por desmentir las versiones, cuando no las imputa a campañas desestabilizadoras de una oposición interesada en victimizarse.
Lo cierto es que el espionaje existe y esta actividad no es promovida por alguna organización mafiosa privada, sino por el poder público. Los políticos afectados por estos controles han señalado a los servicios de inteligencia del Estado y, por elevación, la denuncia afecta al gobierno, ya que se supone, con muy buen criterio, que si esto ocurre es porque el oficialismo lo ha ordenado.
En una república democrática seria, la verificación de este atropello a las libertades civiles sería el desencadenante de una verdadera crisis política. Sin ir más lejos, el caso Watergate que provocó la renuncia del presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, se produjo, como es de público conocimiento, debido al espionaje realizado por órdenes del gobierno a las deliberaciones del Partido Demócrata, en el hotel cuyo nombre pasó a la historia como sinónimo de crisis política.
Los espionajes y seguimientos a opositores son prácticas típicas de dictaduras militares o regímenes totalitarios. El poder concebido como Gran Hermano necesita controlar a los posibles opositores, considerados como enemigos a aniquilar. Las experiencias autoritarias en la Argentina ilustran con elocuencia sobre la tarea de los servicios de inteligencia y las consecuencias que debe pagar una sociedad consideraba bajo sospecha.
En los sistemas democráticos, los servicios de inteligencia existen y su presencia es justificada en nombre de la seguridad nacional. La experiencia enseña que en todos los casos están más orientados a la búsqueda de enemigos internos que externos. Hoover, el histórico y siniestro jefe del FBI en Estados Unidos, montó una formidable y perversa estructura de control y vigilancia que llegó a transformarse en un verdadero poder paralelo, al punto que en algunos casos hasta los propios presidentes llegaron a verse controlados, como fue el caso, por ejemplo, de John Kennedy.
La presencia de los servicios de inteligencia se justifica cuando hay enemigos que controlar o aniquilar. En democracia se supone que lo que existen son adversarios y no enemigos, por lo que la tarea de los servicios de inteligencia es la de transformar a los adversarios en enemigos para poder justificar su propia existencia.
El efecto que provocan estos procedimientos es lesivo a la coexistencia democrática que se debería fundar en el principio de la mutua confianza. El poder empieza a concebir a todo opositor como un enemigo que planifica su destrucción y, por su parte, los supuestos enemigos empiezan a comportarse como si lo fueran, porque al saberse vigilados clandestinizan su accionar. Esta lógica conspirativa llevada a su extremo termina por liquidar la democracia, razón por la cual las denuncias no pueden tomarse a la ligera o suponer que son males inevitables en cualquier sociedad.