Un hombre ha desaparecido. Se ha ido de su casa y de su trabajo sin dejar señales, sin que nada delatase en él enfermedades, amoríos extraconyugales o problemas financieros. Con variaciones, éste es el inicio de algunos textos inolvidables de la literatura universal ("Wakefield", de Hawthorne; "La tercera orilla del río", de Guimaraes-Rosa; un capítulo de "El halcón maltés", de Hammett, etcétera). Podemos sumar "La huida", una de esas novelas de Georges Simenon que las progresivas publicaciones en Ediciones Tusquets, más allá de la serie Maigret, nos va descubriendo. Novelas en las cuales a la tensión, al suspenso y a la intriga de tramas policíacas se suma una radiografía existencialista que probablemente sólo un europeo sea capaz de alcanzar. Novelas de Simenon como "El hombre que miraba pasar los trenes", "La nieve estaba sucia", "Tres habitaciones en Manhattan", o "La muerte de Belle" se presentan, a más de cuarenta o cincuenta años de su aparición, como las grandes novelas francesas de la segunda mitad del siglo XX que han sabido superar las modas y las veneraciones académicas y que se aprestan a conquistar cada día nuevos lectores.
En "La huida", Norbert Monde cumple 48 años y nadie, ni en su casa ni en su empresa, se acuerda de felicitarlo. Ya no es capaz de enfrentar su hartazgo y su desasosiego, de manera que, apenas tomando algunos recaudos, como proveerse de dinero y cambiarse de ropa, decide huir, a cualquier lado, adonde el destino quiera llevarlo: "Luego el señor Monde dejó de pensar. Se adueñó de él el ritmo del tren... No sabía ni adónde iba ni lo que haría. Se había marchado. Ya no había nada tras él. Delante tampoco. Estaba en el espacio".
Y "La huida" nos cuenta de sus aventuras y deambulares, hasta recuperarse a sí mismo, hasta liberarse de fantasmas y sombras, y mirar al mundo y a los demás "con fría serenidad".