Cautivos en una ciudad violenta

Esta vez, el drama de la inseguridad y la violencia encontró a la escuela Ravera y al barrio San Agustín -ubicados en el extremo noroeste de la ciudad- como punto de expresión. Pudo ser otra escuela u otro barrio. Pero fue en ese lugar de la ciudad donde docentes y padres de los alumnos acordaron suspender el dictado de clases para evitar que cientos de niños continuaran corriendo riesgos por el solo hecho de asistir al colegio.

Habían pasado más de 24 horas desde el inicio de esta medida, cuando públicamente la ministra de Educación expresó su malestar y manifestó que ninguna escuela puede tomarse la atribución de suspender las clases de esta manera. Pero cuando la funcionaria habló por los medios, todavía dejaba entrever cierto grado de desinformación, pues se enteró a través de los periodistas que la entrevistaban, que los robos denunciados se habían producido dentro del establecimiento, y no en las adyacencias del edificio escolar.>

Pocas horas después, las autoridades de la escuela aclararon que la suspensión de las clases se decidió, sobre todo, por la determinación de los padres de los alumnos.>

La ministra habló de la puesta en marcha de un plan de seguridad que incluirá el trabajo de la comunidad en el control y acompañamiento de los niños. Sin embargo, y aunque parezca duro decirlo, da la sensación de que ante cada hecho de violencia en las escuelas, se tiene a mano un nuevo anuncio, que no siempre termina siendo puesto en práctica y del que pocos parecen acordarse cuando se produce una nueva situación de inseguridad extrema.>

Sin embargo, es justo decir que este flagelo excede a una escuela y a la política educativa. De hecho, mientras el foco de atención estaba puesto en este establecimiento escolar, se produjeron dos nuevos asesinatos a pocas cuadras de la Ravera.>

Minutos después de haber sido nuevamente testigos de las muertes, los vecinos del barrio no se atrevían a hablar. Y no es para menos. Ellos saben que nadie está exento en esta zona de la ciudad de caer en las redes de este "justiciero" régimen de ajustes de cuentas en el que la vida vale poco.>

Frente a este drama, todos, o casi todos, parecen coincidir en el diagnóstico. Se sabe que es un problema de profundas raíces sociales, protagonizado en general por personas jóvenes que quedaron al margen del sistema educativo y económico. Los protagonistas de la violencia saben que es poco lo que tienen que perder, porque sus perspectivas de un futuro mejor suelen configurar meras utopías.>

Es cierto que para encontrar una salida se necesita del esfuerzo y compromiso -sincero, no sólo movido por la "molestia" que causa esta realidad- de cada uno de los sectores sociales. Sin embargo, el Estado tiene la responsabilidad primera de trabajar en forma coherente, coordinando esfuerzos y presentando a la sociedad un programa de acción concreto y a largo plazo.>

Como nada de esto ocurre, lo que prima es el descreimiento casi absoluto. Mientras tanto, la ciudadanía sigue aguardando gobernantes comprometidos que, sin actitudes demagógicas y efectistas, se decidan a buscar salidas a esta problemática.>