Leyenda popular
El ardid de Mandinga

En tiempos de la colonia las familias tenían por costumbre acudir a los sacerdotes para que las guiaran espiritualmente, los aconsejaran y no pocas veces se les solicitaba para mediar en problemas conyugales.

Mandinga, un diablillo negro solía visitar los hogares realizando travesuras y sembrando la discordia, por lo que cada contratiempo que sucedía, invariablemente lo tenía como promotor y hacía que la gente ante un hecho desagradable dijera: -Es cosa de Mandinga.

Un matrimonio mal avenido, con sus peleas terribles y ruidosas, en las que no faltaban improperios y palabras soeces, turbaba la paz de la muy tranquila Santa María de los Buenos Aires y afligía a la docena de esclavos que le servía.

Con el objeto de poner paz, llegaron a la casa del matrimonio dos sacerdotes franciscanos. Mandinga se molestó por su presencia, ya que temía que pusieran fin a los disturbios que con tanto placer causaba invisiblemente y decidió que no se dejaría vencer en esta oportunidad; ya había sido expulsado de otras viviendas infinidad de veces.

Los sacerdotes fueron recibidos como dignos mensajeros de paz y se los agasajó con un opíparo almuerzo, en el que bebieron en abundancia un exquisito vino que pusieron expresamente para ellos.

Algo mareados por efecto del alcohol, los sacerdotes luego de la comida se apoltronaron en dos cómodos sillones junto a un brasero y al poco rato cayeron rendidos por el sueño.

Entonces el matrimonio los dejó solos y se retiró a sus habitaciones para dormir la siesta.

El diablito Mandinga aprovechó la oportunidad y emergiendo de una de las brasas, dio un fuerte golpe en la nariz a uno de los sacerdotes y retornó prestamente al fuego.

Despertó el sacerdote debido al dolor, miró en derredor comprobando que no estaba nadie, excepto su compañero quien dormía con placidez... o fingía hacerlo.

No dijo una palabra y volvió a arrellanarse en el sillón para seguir durmiendo.

Mandinga, rápido como la luz, salió del fuego y golpeó en la misma forma al otro sacerdote.

Repitió la travesura en dos oportunidades más y logró que los franciscanos se trenzaron en una airada disputa verbal que obligó la intervención de los dueños de la casa.

Los sacerdotes debieron retirarse sin lograr pacificar los ánimos atormentados de los esposos.

Mandinga, luego de perpetuar la hazaña, reía a carcajadas entre las trepidantes brasas, contento por conseguir a través del ardid, permanecer en ese hogar para continuar sembrando la discordia.

Zunilda Ceresole de Espinaco