"Me siento inmensamente feliz por haber podido reconstruir una parte de mi vida que creía definitivamente perdida. Y esto lo logré gracias a los recuerdos y al amor incondicional de mi familia (la argentina y la española), que con su apoyo y contención pudieron ganarle a mi tristeza". Con estas sencillas palabras, Nélida Porrero concluyó el relato de su historia familiar (la de sus abuelos españoles que llegaron en 1914 a la Argentina) y personal (a raíz de los lazos que entabló con una prima de aquel país, desde hace 47 años).
Pero no se trata de otra historia más, sino que sus páginas surgieron por necesidad: para no olvidar. Aquel escrito fue realizado por Nélida apelando a su memoria, ya que en abril de 2003 el Salado le quitó todos sus recuerdos más queridos (fotos, videos, objetos valorados por el afecto). La angustia la invadió igual que las aguas marrones del río.
Sin embargo, aquel momento pasó amargamente y Nélida pudo sobrellevar lo que el destino le había deparado.
La necesidad de aferrarse a los recuerdos que guardaba en su memoria para no perderlos (las conversaciones con su abuelo inmigrante, los relatos de tíos y otros parientes sobre sus antepasados, costumbres y enseñanzas) y de explicar a sus nietos la ausencia de aquellos documentos que testimoniaban sus dichos, le dieron fuerza para escribir una historia, su historia familiar pero -sobre todo- su historia personal.
Ocurre que, hace casi 48 años, Nélida escribió una carta al pueblo de su abuelo, a pedido de una tía, y consiguió unir nuevamente a las familias. "Nunca imaginé que con ella cambiaría mi vida y la de toda mi familia", cuenta. Desde entonces empezó una comunicación permanente, que permanece hasta nuestros días.
A continuación, ofrecemos una síntesis de estas historias paralelas contadas por Nélida Porrero, quien insistió en remarcar que "es un trabajo que le hice a mis nietos para que sepan acerca de la historia de la familia y conozcan por qué su abuela no tiene estos recuerdos. También me hice ciudadana de la Comunidad Europea pensando en mis hijas y nietos, incluso porque ellos también podrán ser ciudadanos españoles".
"Voy a contar una historia, mi historia, la de mi familia, de la cual transcurrieron 47 años. Pero voy comenzar por el principio, como debe ser, sólo apelaré a mi memoria y al por qué lo explicaré más adelante. Mi familia paterna es española. Todos -menos una tía que nació en Argentina- provienen de Valladolid. La familia estaba formada por los abuelos Melquíades Porrero y Justina García (a la que no conocí, pues murió antes de que naciera), y sus hijos Cándida, Máxima, Eleodoro, Dolores, Sirilo, Zacarías (mi papá) y Telésfora, la única nacida en Argentina.
Un día, como muchos inmigrantes, decidieron con dolor dejar su terruño para probar mejor suerte en esas tierras porque no la estaban pasando bien. La falta de trabajo y principalmente la guerra eran una realidad que se hacía cada vez más pesada. Por eso, un día, mi abuelo Melquíades decidió -con el acuerdo de toda la familia- emprender un largo viaje a esa promesa llamada Argentina. Fue dolorosa la despedida de los que se quedaron, pero él tuvo la suerte de traer a toda su familia: su esposa e hijos.
La llegada a su segunda patria tampoco fue fácil porque aunque por suerte se hablaba el mismo idioma, las costumbres eran distintas y les costó adaptarse. Los Porrero llegaron a Santa Fe en 1914, desde su pueblito en Valladolid. Allá eran pastores, criaban ovejas y cabras, tenían vides y fabricaban en vino pisándolo con los pies. Cuando iban a la cosecha lo hacían en carros tirados por bueyes y al regreso venían cantando un estribillo que decía: Y dicen que a Barcial no se lo ve en el mapa, pero bebiendo vino lo conoce hasta el Papa. Olé, olé, olá...
En otros carros transportaban fardos de paja del trigo, que utilizaban para prender fuego. A la tía Cándida le encantaba venir tirada sobre los fardos. Con la leche que le daban sus cabras fabricaban quesos con los que alimentaban a toda la familia. Al anochecer, y ya concluida la faena, el abuelo se recostaba en su sillón preferido a comer un trozo de ese queso tan apetitoso con el rico pan amasado por la abuela, y tomarse un rico vinito hecho con las hermosas uvas de sus parrales. Todos en el pueblo -o la gran mayoría- vivían de la cosecha de la vid. También eran labradores, pero de eso no había futuro. Por ese motivo el abuelo vendió todo lo que tenía, por lo cual le dieron dos monedas de oro. Con eso partió.
Al momento de la partida, mi papá tenía sólo 4 años (había nacido el 4 de enero de 1909). Recordaba muy poco de su infancia allí pero lo que siempre nos contaba era la travesía, que parecía no terminar nunca; se acordaba del mareo que le producía el movimiento del mar. También nos contaba que durante el viaje se había enfermado y que sus padres se desesperaron, pero que todo era producto de la ansiedad y el desconcierto al encontrarse de pronto frente a una realidad desconocida.
Al llegar a Santa Fe vivieron en un inquilinato del barrio sur. A la abuela Justina le encantaba cocinar conejo e iba a la feria a comprarlo. Deleitaba a su familia con un rico chocolate, hecho con la chocolatera que había traído de España, y preparaba unos mantecados que eran una delicia. Esas recetas fueron pasando a todos los hijos.
Los varones Porrero tuvieron que nacionalizarse argentinos para poder trabajar. El abuelo repartía periódicos y diarios, El Litoral y El Orden. Con el tiempo, consiguió trabajo en la Municipalidad de Santa Fe como barrendero. El reparto de diario pasó, entonces, a sus hijos Zacarías (mi padre) y Sirilo. El tío Eleodoro fue linotipista de El Litoral, pero desgraciadamente se enfermó a causa de trabajar con plomo y falleció muy joven.
Las mujeres más grandes colaboraban con la economía familiar trabajando en casas de familias como domésticas. La tía Cándida -la mayor- aprendió el oficio de costurera y con el tiempo fue una gran modista, muy prestigiosa en la ciudad, que se encargaba de hacer ropas y trajes de novias para la alta sociedad.
Fueron pasando los años y, aunque ya establecidos acá, nunca dejaron de añorar su tierra y al resto de la familia que allí quedó. Muchas veces, aunque yo era muy pequeña y el abuelo muy viejito, le veía escapársele alguna lágrima al recordar lo que tanto añoraba y a lo que nunca había podido regresar.
Por muchas razones, no había comunicación con la familia que había quedado en España. Con el paso de los años, el abuelo escribió al pueblo pero no tuvo respuesta y se cortó definitivamente el lazo de unión con su tierra. La vida transcurrió sin muchos altibajos para toda la familia, como la muerte de la abuela cuando era muy joven, que fue un golpe muy duro para todos. Los hijos se fueron casando, vinieron los nietos, y la familia se consolidó felizmente para el abuelo, quien falleció a los 81 años.
Un día, la tía Cándida vino de visita a mi casa y trajo una carta. Estaba amarillenta por el paso de los años y escrita con la letra inconfundible del abuelo. Me dijo que era la última que había escrito el abuelo a Barcial y no sabía por qué razón no la había enviado. Habíamos perdido toda comunicación. No sabíamos si había quedado alguien en el pueblo, si vivía algún pariente, y me pidió que fuera yo la enviara la carta.
Con mis 15 años recién cumplidos, me entusiasmé de tal manera que al otro día comencé a escribirla. No sabía a quién dirigirla y entonces puse: Familia Porrero, Barcial de la Loma, Valladolid, España. Conté quién era yo, que no sabía si allí había algún familiar nuestro y que si lo había, pedía que por favor me contestaran. En esa época, 47 años atrás, las cartas iban por barco, así que tardaban un mes o más en llegar. La ansiedad que me embargaba era tan grande que esperaba todos los días que pasara el cartero y me desilusionaba cuando no traía nada..
Así fue pasando el tiempo y cuando creía que ya nadie me iba a contestar, un día llegué del colegio (segundo año de la Escuela de Comercio) y me esperaba mi mamá con una sonrisa enorme; me mostró una carta a mi nombre que en el remitente decía: Mari Carmen Porrero, Barcial de la Loma. Me abalancé sobre el papel y comencé a llorar de emoción. Reía y lloraba a la vez. Me la mandaba la hija de un primo hermano de mi papá, Florencio Porrero, de 16 años, que me contaba la emoción tan grande que habían tendido todos en Barcial cuando llegó mi carta. Ése fue el comienzo de una larga y enriquecedora comunicación entre dos chicas, que dura hasta el día de hoy.
Nuestras vidas transcurrieron en medio de cartas, fotos, casetes, videos. Llegaron nuestras bodas, el nacimiento de los hijos, todos los momentos felices y los tristes, como la muerte de nuestros padres y tíos. Pero nunca en estos 47 años dejamos de comunicarnos. Hoy, lo hacemos por teléfono e internet.
Con la primera carta se convulsionó toda nuestra familia: la tía Cándida estaba rebosante de alegría, al igual que los otros tíos. Incluso, ellos también empezaron a escribirse con otros primos. Como era de esperar, ansiaban encontrarse con ellos y volver a su terruño, que los vio partir tan pequeños. Pasaron los años y un día el tío Sirilo pudo hacer el viaje a España con su esposa y mi prima Alicia. Por primera vez tuve la posibilidad de mandarles regalos a todos. Era la primera vez que alguien iba a España. Fue tan emocionante que por momentos creí que yo había hecho ese viaje porque había visto fotos de los lugares que contaba. También él vino cargado de regalos para todos. Después de dos años quiso regresar y se unieron a él la tía Máxima y Lola. También para ellas fue una experiencia de gozo tan grande, de la que no se olvidaron jamás.
Pasaban los años y siempre anhelaba también yo ir a conocerlos porque -como siempre me dice Mari Carmen- si no hubiese sido por mí, que mandé aquella primera carta, no nos hubiésemos encontrado. Hasta ahora no pude realizarlo, pero ella sí, en 1997.
No sé si lo que aconteció con la llegada de Mari Carmen lo voy a saber describir tal cual sucedió. Fue tan grande la alegría de vernos por primera vez en 47 años que no podíamos dejar de abrazarnos, llorar por largo rato y casi no poder hablar. Toda mi familia estaba alrededor nuestro también llorando y sacándonos fotos. No lo podíamos creer. Era para nosotros un milagro de amor fraterno, de constancia, de cariño entrañable, de haber vivido toda una vida contándonos nuestras cosas sin conocernos y que ahora la vida nos daba este regalo maravilloso de vernos, de tocarnos, de secarnos las lágrimas una a la otra, y también de reírnos y disfrutar la estadía.
Después de un mes de compartir, llegó el día de la partida. Esa despedida fue tan emocionante o quizás más que la llegada, porque no sabíamos si algún día volveríamos a vernos. Mi prima, Norma Desimone, le escribió una hermosa poesía de despedida, que conservo con mucho amor. La despedida fue con toda la familia, hermosa y divertida, cantamos, bailamos y la llenamos de regalos. Fue en una noche de verano espectacular, donde filmamos un video que se llevó de regalo.
Ni bien enterados de lo ocurrido durante la inundación de 2003, nuestra familia española trató de localizarnos y cuando por fin lograron comunicarse, Mari Carmen y yo sólo llorábamos en el teléfono. No faltaron palabras de aliento, me llamaba casi todos los días y me daba ánimo. Nunca olvidaré sus palabras; me reconfortaba escucharla. Y para que me sintiera un poquito feliz me repetía constantemente: "Nos volveremos a ver, ya lo verás, ten fe'.
En esos momentos todavía no me daba cuenta de lo que el río se había llevado porque no sólo fueron los muebles, las cosas de la casa, sino lo más preciado que toda familia posee: su historia, los objetos que fueron pasando de generación en generación y no tienen un valor material sino espiritual muy grande, que no recuperaría nunca más.
Pero de a poco, con mucha fuerza de toda la familia fuimos superando todo esto tan difícil que nos tocó atravesar. Mis primas Norma y Camucha me fueron acercando algunas fotos familiares; al verlas nuevamente, se me llenó el corazón de alegría, especialmente la foto de los Porrero, esa que guardaba con tanto amor. Eso me reconfortó muchísimo porque los volví a tener conmigo.
Quiero finalizar esta historia, mi historia, expresando que me siento inmensamente feliz por haber podido reconstruir una parte de mi vida que creía definitivamente perdida; por poder realizar este acto de amor para con mis abuelos, mis padres y demás seres queridos que ya no están con nosotros y rendirles mi humilde homenaje a todos ellos por todo lo bello que nos brindaron, por su ejemplo de valentía, trabajo y generosidad. Desde el lugar en donde estén, sepan que sus semillas dieron muy buenos frutos".
En otra parte del escrito, Nélida Porrero aclaró por qué a lo largo de su relato dice que apela a su memoria. "A pesar de que nunca pude viajar todavía a la tierra de mi querida familia española tenía un bagaje impresionante de fotos, cartas, videos, recuerdos, todo lo que me hacía ser feliz a través de estos 47 años, durante los cuales mantuve ese lazo tan fuerte que me unió a todos ellos. Pero llegó un 29 de abril de 2003. El río Salado, del que somos parte la mayoría de los santafesinos, abrió sus brazos como un gran pulpo y arrasó con todo: sueños, recuerdos, pasado, presente. La risa y la felicidad se transformaron en llanto y dolor, y el dolor en desesperación.
El río y yo batiéndonos a duelo; él gigante, bravo, fuerte; yo, abatida, sin fuerzas, como esperando la muerte. Tuvimos que irnos de nuestra querida casa, autoevacuarnos. Andábamos por las calles con las miradas perdidas creyendo que era un sueño lo que estábamos viviendo, y viendo tanta gente igual a nosotros. Todo parecía una pesadilla de la que nadie podía despertar.
Pasaron 14 días durante los cuales un tercio de la ciudad quedó totalmente evacuada: 130.000 familias afectadas, 23 muertos. Pero lo peor todavía no lo sabíamos: el regreso a casa. Los días pasaban, el agua no bajaba y todavía no podíamos volver. La angustia me desesperaba y luego, por fin, pudimos volver. Cuando lo hicimos me encontré con el horror: todo era destrucción, basura, olores nauseabundos, dolor, tristeza, impotencia. Todo se mezclaba dentro de mí. Sin embargo, mi casa estaba ahí, erguida, como un soldado después de la guerra. Pero vacía: sus paredes cubiertas de heridas, heridas sangrantes; muerta en vida, casi como yo.
Con el tiempo la casa volvió a ser lo que fue o, mejor dicho, a parecer lo que fue porque todo lo demás cambió. Todo lo que lo habitaba no existe más. Tiene cosas nuevas, pero los recuerdos de la familia ya no están. No están las cartas, las fotos, los videos, no quedó nada de lo que tanto atesoré en estos 47 años. Tampoco mi historia familiar: mi vida, el recuerdo de mis hijas, su infancia, la llegada de mis nietos, los acontecimientos familiares. Nada, no queda nada. Por eso digo que apelo a mi memoria. Sólo ella me hace vivir los momentos felices de nuestras vidas y los otros también. Dicen los que saben que el tiempo borra las heridas, pero creo que no es así. Sólo las atenúa, siempre están latentes y con sólo recordar me embarga una tremenda angustia.
RECUERDO DE OTRAS INUNDACIONES
Mis abuelos maternos fueron unos de los primeros habitantes del barrio y vivían en lo que antes se llamaba barrio sur, pero que ahora nombran como San Lorenzo. Como buen patriarca, mi abuelo quiso tener a todos los hijos juntos. Mi abuela italiana tuvo tres veces mellizos: nació sólo una tía mayor y luego todas las parejas de mellizos (entre ellos, mi madre).
Mi abuelo -un hombre muy trabajador, estricto y honesto y que hizo muchas cosas por el bien de la familia- había venido a los 14 años de Palestina, con dos hermanos, y era católico. Con su familia vivió en calle San José 1235 y tenía una de las pocas casas de material que había en la zona (los demás eran ranchos, según contaba mi mamá).
Allí sufrieron dos grandes inundaciones cuando no existía el terraplén Irigoyen. Mi abuelo, que tenía una casa inmensa, con huerta, vacas y pollos, perdía todo cuando venía la inundación. Entonces, emigraban a un almacén de ramos generales que había comprado en bulevar Zavalla y Uruguay. Pero a mi abuelo nunca le dieron nada cuando se inundaba porque le decían que él tenía una casa de material y no un ranchito.
Compró cinco lotes sobre amenábar al 3700, donde actualmente vivo, para cada uno de sus hijos. Luego, otro más en San José y Amenábar. Quería tenerlos cerca incluso cuando se fueran casando. El lugar era todo campo y más al este estaba el arenal, como le llamábamos, al costado del Salado. Era como estar en el desierto del Sahara, adonde ahora está el barrio con ese nombre.
Cuando se construyó el terraplén, nunca jamás supieron lo que era sufrir una inundación. Mi mamá contaba que mi abuelo siempre agradecía y le mandaba glorias al que había hecho el terraplén. Mucho tiempo después, por la zona (cerca de Amenábar y Juan Díaz de Solís) se hizo la canchita de fútbol del club San Lorenzo, cuando yo tendría alrededor de 10 años. De allí habrá tomado el nombre el barrio. Guardaba la escritura del loteo que mi abuelo había comprado.