Opinión: OPIN-04
Crónicas de la historia: Las invasiones inglesas (II)
El rápido aprendizaje de la libertad
Whitelocke, escarnecido por el vitriólico humor británico luego de su derrota en el Río de la Plata. Foto: Archivo El Litoral

Rogelio Alaniz

Durante cuarenta y seis días el pabellón británico ondeó en el Fuerte de Buenos Aires. El 10 de agosto de 1806, Santiago de Liniers apareció frente a la ciudad al mando de sus tropas. Beresford ya se había convencido de que los porteños no estaban muy contentos con su presencia. También sabía que debería afrontar la rebelión de la ciudad de más de cuarenta mil habitantes con 1.500 soldados. Intentó ofrecer alguna resistencia, pero después de los primeros escarceos se rindió. No le quedaban demasiadas alternativas. Alrededor de 160 soldados muertos demostraban que la única bandera que se podía enarbolar era la blanca.

El parlamento de la rendición quedó inmortalizado en un cuadro. Beresford, como un caballero inglés, se rinde ante un Liniers decidido a comportarse con generosidad. Después, los dos caballeros se reunirán en el Fuerte para pactar el acuerdo de paz definitivo. Liniers demostraba una liberalidad con los vencidos que para algunos de sus aliados era sospechosa. Desde Montevideo, el gobernador Pascual Ruiz Huidobro desconoció los acuerdos. Beresford y sus principales oficiales serán aislados en el interior del virreinato. Unos meses más tarde, recuperará la libertad gracias a las gestiones oficiosas de Saturnino Rodríguez Peña y Manuel Padilla. Según estos criollos, Beresford gestionaría ante los británicos la independencia del virreinato. Nada de eso ocurrió. La fantasía de que los ingleses iban a trabajar para nuestra causa se contradecía con los rigores de una realidad mucho más metálica que las promesas de libertad política.

Los ingleses se rindieron el 12 de agosto. Dos días después se produjo un hecho político importante, un acontecimiento que habrá de tener consecuencias inéditas en el futuro. Como consecuencia de la huida de Sobremonte, se convocó a un Cabildo Abierto para tomar algunas decisiones. La principal era otorgarle el poder militar a Liniers, el héroe indiscutido de la Resistencia.

Este Cabildo Abierto es el antecedente más importante de nuestra emancipación política. Algunos historiadores consideran que la dominación española comenzó a morir en el Río de la Plata el día que llegaron las tropas británicas. Otros consideran que el cambio se formalizó ese 12 de agosto, cuando los vecinos de Buenos Aires empezaron a actuar por cuenta propia y tomaron decisiones que de hecho impugnaban el pacto colonial.

Algunas precisiones son necesarias antes de seguir avanzando. Las invasiones inglesas pusieron en evidencia las debilidades del orden colonial y, muy en particular, la impotencia de la Corona española para asegurar la paz y el orden en sus posesiones.

El principal derrotado en aquellas jornadas fue Sobremonte, patética expresión de un funcionariado colonial pusilánime y poco preparado para tomar decisiones políticas que fueran más allá de la administración. No por casualidad, la primera respuesta del virrey al tomar conocimiento de la presencia de tropas inglesas fue la de huir con el tesoro. No era la cobardía o la codicia lo que lo impulsaban a actuar así. Por lo menos, ésas no eran sus pasiones más importantes. Sobremonte escapaba con el tesoro porque era su deber. No rehuía la batalla, cumplía órdenes, órdenes que un celoso funcionario de la administración colonial estaba dispuesto a acatar al pie de la letra.

La derrota de Sobremonte no incluyó la de los poderosos comerciantes monopolistas, quienes desde hacía tiempo mantenían contradicciones con el funcionariado colonial. No es casualidad que los héroes de las invasiones inglesas hayan sido Liniers y Álzaga. Importa detenerse en estos dos hombres. Liniers era un marino francés al servicio de la corona que siempre fue leal a la Corona. Álzaga era uno de los exponentes más representativos de los comerciantes monopolistas.

Los dos eran conservadores y estaban distanciados desde hacía años. Liniers no olvidaba que diez años atrás Álzaga los había acusado a él y a su hermano de participar de una conspiración a favor de los revolucionarios franceses. Álzaga tampoco lo olvidaba. Obsesivo y desconfiado como era, siempre creería que Liniers jugaba para el enemigo. La paradoja de todo esto es que los dos héroes de las invasiones inglesas, los hombres que quizá sin proponérselo habían iniciado el cambio político en el virreinato, concluirían sus días ejecutados por los revolucionarios de 1810. Se sabe que toda revolución suele devorar a sus hijos. Y la revolución de Mayo de 1810 no fue la excepción.

Para agosto de 1806, los porteños no tenían demasiado tiempo que perder en divagaciones. Beresford había sido derrotado pero en el Río de la Plata estaban las naves inglesas decididas a intervenir. Para fin de año, se veía desde la costa una verdadera ciudad flotante de barcos británicos. Según los cálculos más modestos, unos once mil hombres habían sido convocados para conquistar estas tierras. Si con Popham se había desestimado atacar Montevideo, optándose por invadir Buenos Aires, ahora se decidía lo contrario: las tropas inglesas conquistarían Montevideo y luego avanzarían sobre Buenos Aires.

En los primeros días de febrero de 1807, Montevideo cayó luego de ofrecer una dura resistencia. Cuando llegó a Buenos Aires, la noticia aceleró los trámites políticos y militares. El 10 de febrero se convocó a una Junta de Guerra para tomar decisiones. Todas las corporaciones de Buenos Aires participaron de esas deliberaciones. Esa Junta de Guerra decidió deponer a Sobremonte y designar en su lugar a Liniers. En realidad, el designado en principio fue Pascual Huidobro, pero para ese momento marchaba hacia Londres para ser juzgado.

Sin embargo, no fue la deposición de Sobremonte o la designación de Liniers como virrey lo más importante que se resolvió en aquellos días. Lo más importante, lo que le otorgaría a esas jornadas un valor histórico en el futuro, será la creación de milicias populares. A partir de allí puede decirse que la revolución estaba prefigurada. Como suelen decir algunos historiadores. ¿Qué tipo de colonia era la que deponía a un virrey, designaba a otro, y constituía milicias populares? ¿no corresponde decir que acababa de producirse una revolución o que terminaba de romperse el vínculo colonial?

Álzaga y los honorables y almidonados miembros de las corporaciones no tenían nada de revolucionarios, pero ya se sabe que son los vientos de la revolución los que hacen a los revolucionarios y no a la inversa. El Río de la Plata había ingresado en un tiempo revolucionario, un tiempo en el que la cronología se aceleraba y los cambios se precipitaban. No sólo Álzaga o el obispo Lué creían en los beneficios de un orden conservador. Lo mismo pensaba, sin ir más lejos, Manuel Belgrano, quien hasta unos meses antes seguía diciendo que la dominación española en el Río de la Plata habría de durar por lo menos un siglo.

No obstante, nada se ello ocurriría. La llegada de los británicos había activado el tiempo revolucionario en estas tierras. De allí en adelante, todo deberá ser juzgado de acuerdo con estas reglas. En una ciudad que no llegaba a los cincuenta mil habitantes se estimaba que en poco tiempo habría alrededor de ocho mil hombres armados. Sin exageraciones, puede decirse que estamos ante lo que luego se llamará el principio del pueblo en armas. No se trataba de un ejército profesional, y mucho menos mercenario. Eran los vecinos criollos y españoles, pero también de otras nacionalidades, los que se organizaban para defender la ciudad. Las milicias populares se constituían para enfrentar a los ingleses.

Los errores de Whitelocke y el coraje de los vecinos finalmente lograrían la rendición de los invasores. Los británicos se fueron. Por lo menos lo hicieron sus tropas, porque en Montevideo quedaron las manufacturas que sus barcos trajeron. Esas manufacturas no se irían más. Seguirían llegando antes y después de la revolución. Los ingleses habían aprendido de la experiencia. Así lo demostró, por ejemplo, el vizconde de Castlereagh, secretario de Estado en la cartera de Guerra de Su Majestad. Castlereagh elaboró un célebre memorándum en el que decía que el interés británico debía descartar la intervención militar, no así la posibilidad de influir en los negocios. El informe era tan preciso y claro, que fue considerado por muchos la base original de la política británica en América del Sur durante un siglo y medio.

Decía entonces que los ingleses se fueron, pero las mercaderías se quedaron. También se iban a quedar las milicias populares, que de allí en adelante serían protagonistas centrales de los acontecimientos que se avecinaban. Después de casi trescientos años, Buenos Aires no volvería a la siesta colonial . En dos o tres años habría de resolver tareas que en tres siglos no había podido o no había sabido encaminar.

Alejados los barcos ingleses, los vecinos de Buenos Aires supusieron que retornarían a sus pacíficas actividades. Se equivocaban. Como bien dice un criollo en una de sus cartas: "La gente está alborotada, conversa, discute en las esquinas, en los cafetines, en las tertulias, todos quieren opinar de todo". Es que las invasiones inglesas no sólo dejaron constituidas a las milicias, también dejaron lo que un sociólogo llamaría una opinión pública. Y se sabe que cuando hay opinión pública es porque hay ciudadanos. Y sólo hay ciudadanos en una ciudad que es libre o que está aprendiendo a serlo. (Fin)