El fabuloso rescate del Citigroup

Un paraguas colosal

Ricardo de Aquino

Es posible que cuando la prestigiosa diseñadora Paula Scher, asociada del ilustre estudio Pentagram en sus oficinas de Nueva York, bocetó allá por la primavera boreal de 1998 las ideas básicas para el rediseño de la imagen institucional del titán financiero —por resumirlo de algún modo— Citigroup (fruto inmediato de la eufórica fusión del Citicorp con el Travelers Group, por entonces la mayor, a escala mundial: un conglomerado de 140 mil millones de dólares, con activos por otros 700 mil millones), nadie imaginaba siquiera remotamente los días por venir.

Sobre la base de los esbozos de Scher, Pentagram recomendó la unificación de la entidad bajo el sintético nombre de Citi, y la adopción de un logotipo que agregaba un arco sobre la letra “t” y dejaba de lado el rústico paraguas rojo del Travelers, en una parsimoniosa transición que abarcaba a las subsidiarias Citibank, Comercial Credit (luego Citifinance), Travelers, Primerica y Salomon Smith Barney.

La transformación debía fundir todas las marcas en una, a lo largo de un proceso que habría de concluir, conservadoramente, en 2012.

Las ideas de Scher encontraron la resistencia férrea del grupo, en especial de la gente del Travelers; sin embargo, un pequeño equipo de responsables de marca del Citibank, más acostumbrados a trabajar sobre las preferencias de los clientes, respondió con entusiasmo.

Durante los tres años que siguieron, el banco relanzó las operaciones enfocadas en los consumidores alrededor del mundo, y las agencias de Pentagram en Nueva York, Londres y Berlín pusieron manos a la obra en el diseño de los prototipos para la ambientación de las instalaciones, los sistemas de señalización y las tarjetas plásticas del Citi.

Por fin, casi nueve años más tarde —aunque cuatro antes de lo sugerido por Pentagram—, el logo del grupo se deshizo del paraguas y del sufijo “group”, a la manera de Federal Express (FedEx) o Apple Computer (Apple).

En un artículo de febrero de 2007, Eric Dash, del New York Times, anunciaba con un juego de palabras que hoy ha dejado de ser chistoso: “Citigroup, el gigante bancario global, empequeñece —pero sólo su nombre”.

Fieles a su tradición, lejos de arrojar a la basura el paraguas que se habían agenciado en la adquisición del Travelers en 1993, los muchachos del flamante Citi se lo vendieron al Saint Paul Travelers Cos. por una suma indeterminada pero sin duda jugosa de dólares.

El plan para unificar los negocios del grupo bajo un único nombre y signo gráfico (algo que casualmente se conoce como “marca paraguas”) formó parte de una ambiciosa campaña total del entonces CEO Charles O. Prince III para integrar los compartimientos estancos acumulados al cabo de años de adquisiciones a veces frenéticas (una estrategia que, de paso, nunca les reportó dividendos a los inversionistas).

Es posible que cuando el Citi cambió de un plumazo su imagen global, el núcleo de sus directores y la alta gerencia ya tuvieran una noción precisa de los días por venir: dos meses más tarde se eliminaron 17 mil puestos de trabajo (apenas una fracción de los 75 mil empleados despedidos en lo que va de 2008).

El resto es historia conocida y desbrozada por todos los medios, que no atañe al diseño de la marca, excepto por un detalle: el Citi ha conseguido, al cabo, un inesperado nuevo paraguas, infinitamente más caro y refinado que aquella torpe sombrilla colorada de 1993.

El resonante fracaso ante el Wells Fargo en la contienda por la adquisición del desahuciado Wachovia dos meses atrás, fue revertido por el CEO Vikram Pandit en un negocio fantástico: el bailout (literalmente, achicar agua en un barco que se hunde) más descomunal de la historia —25 mil millones en octubre, a los que se agregaron otros 20 mil millones del naciente Tarp (Programa de liberación de activos en problemas) del Tesoro—, un salvataje diseñado para rescatar al Citi de su propia quiebra.

El fenómeno de las finanzas sigue sacando conejos de una galera, que parece mejor una cornucopia cuando empiezan a filtrarse algunos detalles del plan, todavía en ciernes y, por decirlo de alguna manera, un verdadero galimatías.

Un aspecto lateral del negocio es que el proyecto original —el modelo utilizado para el bailout— fue preparado por el gobierno de Bush cuando el grupo trataba de comprar al Wachovia. Paradójicamente, en aquel caso, el Estado obligaba al Citi a ceder unos 12 mil millones de dólares en acciones preferenciales y warrants a cambio; ahora, el grupo sólo entregará 7 mil millones: una verdadera ganga.

A cambio, el gobierno asegura al Citi contra las pérdidas, la Reserva Federal le provee un crédito “barrera” para financiar los eventuales quebrantos en las carteras de activos (si es que ocurren), con los consabidos resultados.

Así las cosas, Pandit le ha traspasado a la Unión la mayor parte del riesgo de su malogrado banco, valuado en los libros en 306 mil millones de dólares, a costa de pagar una modestísima prima de seguro.

Es más: de haber comprado el Wachovia, el Citi habría tenido que absorber el primer impacto de 42 mil millones de deuda; en cambio, la “primera pérdida” es ahora de sólo 29 mil millones. Dado que la cartera del Wachovia era de 312 mil millones —casi el mismo monto que la del propio banco del Citi— Pandit ha conseguido una política de reaseguro mucho mejor y considerablemente más barata.

Claro que si el grupo le hubiese ganado al Wells habría logrado, además, una enorme base de depósitos a un precio de remate. Una lástima.

Es una obviedad decir que el Citi (con más de 200 millones de clientes a través de unas 12 mil sucursales atendidas por 300 mil empleados —después de los despidos— en 107 países), el Bank of America, o el JP Morgan, son demasiado grandes como para acabar en un colapso a lo Titanic.

Pero parece que “el banco que nunca duerme” ha usado su insomnio crónico para obtener ganancias del río revuelto, mientras los tenedores de acciones —la mayoría fondos de Medio Oriente y Singapur— seguirán perdiendo, aun cuando eventualmente embolsen algunas monedas.

Del otro lado, los contribuyentes estadounidenses (y por qué no, los del resto del mundo) deberían rezar para que el secretario del Tesoro, Hank Paulson, presione sensiblemente en su favor y concluya que la estimación de los contadores del Citi es un dibujo surrealista.

Tal vez Paula Scher deba revisar sus borradores de hace diez años.