El hambre manda

1.jpg

“Pastas artesanales en Vin Brulé”

Foto: Archivo El Litoral

Por Patricia Severín

“El cuerpo de las chicas”, de María Inés Krimer. Ediciones Tantalia. Buenos Aires, 2006.

Con el telón de fondo de los saqueos a los supermercados, Maria Inés Krimer construye una novela en donde el hambre y la voracidad, la bulimia y la obesidad, nada tienen que ver con la nutrición. Ni personal. Ni social.

La novela nos hace ingresar a un mundo en el cual la comida transita continuamente por opuestos de abundancia/carencia. Krimer trabaja las polaridades. Por un lado, el hambre del que nada tiene y, por el otro, la voracidad del que puede elegir. Estas polaridades, cuando se radicalizan se desenfrenan. En el primer caso, la turba es imparable; en el segundo, la protagonista de-vuelve lo que traga en un hecho doblemente nocivo: come para des-nutrirse.

Tanto la protagonista (que puede comprar comida) como los marginados (que no lo pueden hacer) siempre tienen hambre.

Nuestra cultura nos atiborra de imágenes de productos comestibles en sus distintas variantes, pero poco nos dice de ellos como alimento vital. La comida es tratada como un bien de cambio: más se tiene, más se puede adquirir en calidad y cantidad.

La novela soslaya —con toda conciencia— dos etapas del proceso del comer: la degustación y la nutrición. Pese a que se habla continuamente de la comida en sus múltiples variantes, esto provoca, en vez de un acercamiento, una distancia con respecto a la misma. El placer de la mesa está ausente y también la mesa llena. Hay, sí, una mesa rápida de pizzas, sándwiches y helados, pero, en ningún caso, apropiación de la comida; menos aún, juego; menos aún, placer. ¿Puede haberlo en un país rico donde, paradojalmente, mueren cada día más niños por desnutrición? No hay placer y hay lujo en lo ingerido.

En este libro, el hambre insiste como necesidad. Para unos, necesidad cultural de estar a tono con una idea de belleza transmutada en flacura. Para otros, la necesidad, es no tener el dinero suficiente para apropiarse de lo indispensable.

Y, después, esta el otro hambre, el que no se dice pero se lee en los silencios del libro, en esa manera abrupta y lacónica que tiene para narrar María Inés Krimer. El hambre arrollador, imparable del espíritu, que se carnaliza en los dedos que se atascan en la garganta o en la desaforada presencia del tumulto en el saqueo.

El lenguaje que despliega Krimer, en el recorrido de la novela, se despoja de todo ornamento. Es abreviado, sintético, preciso. Y, al igual que lo narrado, la palabra adelgaza hasta encontrar su hueso, su médula.

El texto nos enfrenta a modelos decadentes pero arraigados a una sociedad con pocos interrogantes y respuestas superficiales a necesidades imperiosas.

El hambre manda, está al acecho, y captura su presa —del bando que sea— en el momento menos pensado.