etcétera. toco y me voy

Yo me encargo de la entrada

Yo me encargo de la entrada

La comida navideña, la de fin de año y en general cualquier comida que hoy convoque a la familia grande, plantea algunos inconvenientes y parcelaciones de la realidad que antes no existían. Ahora, todos tienen que llevar algo. A mí tocó el pavo. Sin comentarios extras por favor. TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI.

Antes, la nona congregaba naturalmente a todo el mundo y a nadie se le ocurría siquiera preguntar qué había para comer o si había que llevar algo. Uno sólo debía concentrarse en llegar temprano, digamos del desayuno para adelante, y a lo sumo traer regalos para la pibada. Por entonces, había alrededor de veinte o más comensales y comida para 240.

El esquema aceptaba también sin peros las visitas a los postres de otros parientes, amigos y vecinos y uno mismo itineraba a otras casas y mesas donde seguías comiendo y bebiendo con espíritu navideño: había algunos que parecían de verdad recién nacidos que por primera vez se enfrentaban a un plato de algo en sus vidas. Pero ninguna protesta.

Ahora no sucede lo mismo, no tanto porque el jefe de familia no se banque una comidita para veinte trogloditas que por fin pueden morfar de arriba (después de meses de abstenciones), sino porque se ha impuesto una suerte de espíritu cooperativo que compartimenta el esfuerzo.

Así, cada familia tiene asignada la provisión de alguno de los componentes de esa cena o almuerzo. Cuando son tres o cuatro grupos diferentes, la cosa está más o menos clara: fulanito la entrada, menganito el plato principal, sultanito los vinos y satanito los postres.

Cuando son más, la cuestión comienza a compartimentarse mucho más finamente: el Tolo, los vinos y la Tota las sidras; Ricardo los chorizos, Juan aceitunas y queso; Laura ensalada frescas y Marita la jardinera, que le sale tan bien aunque es lo único que sabe hacer bien, mirá... Y así hasta generar una postulación casuística y una fragmentación que se parece mucho a la explosión de una granada.

Porque ahí empiezan los problemas y los esfuerzos desparejos, además de borracheras incipientes: hay en la mesa cuatro marcas de vino diferentes -el Tuca siempre trayendo esa porquería barata de cuatro mangos que ni las ratas toman y él tampoco porque se prende al más caro-; tres de champagnes, dos de sidras, ananá fish, dos espumantes y dos cosas indeterminadas que no me atrevo a probar, al menos por ahora (dentro de un rato, seguro...)

Después tenés los avivados: elétor (el Héctor) por ejemplo, cuando la carne estaba barata se anotó con el asado; cuando el vino estaba regalado, ahí estaba también; cuando el helado valía dos mangos, pues él traía helado...

La noche avanza, hay charla distendida pero por ahí sobrevienen o sobrevan -según los casos- miradas filosas que dan cuenta que:

1) La estirada de la Marta no toca la gualdor (porque esa cosa que trajo es gualdor, mirá, así de grosera y mal hecha) que trajo la Irma, que bien podría dedicarse a lechuga y tomate como siempre.

2) Tío Carlos puso delante suyo y no sé si abajo la mesa junto a su silla la botella de totín que él mismo trajo, porque cree que es exclusiva y de bodega butik (así escrito, también). Por mí que se tome todo ese mejunje que sólo él conoce, egoísta de miércoles.

3) Hay una desconfianza generalizada y cierta cosita por la antigüedad del salamín de la picada que trajo Martincito. Algunos postulan que viene de la Navidad pasada.

Y así pasan las cosas. La fiesta se termina y estamos todos contentos, con la dosis justa de mamados y nuevas y viejas peleas y reconciliaciones. Pero les anticipo que tengo una bronca bárbara: para año nuevo me toca traer la bebida para todos. Y estos chupan como camellos.