llegan cartas
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Ellos
Alberto Niel
Señores directores: Quien esto escribe es un santafesino anciano, agnóstico, sin prejuicios y enamorado de lo natural e informal, de la libertad y del progreso individual y colectivo, de esta humanidad a la que critico cuando supongo que corresponde, como en este caso, porque la quiero como lo hago con cualquiera de los integrantes de mi íntimo círculo afectivo.
Valga esta aclaración para quien se sienta retratado, pues mi intención no es agredirlo ni ofenderlo sino abrirle los ojos y ubicarlo. Ellos no me merecen ningún respeto. Los atuendos habituales que el sexo fuerte exhibe diaria y públicamente son ridículos, chocantes, de mal gusto y ni siquiera son originales ni personales, porque son malas imitaciones de los esperpentos que vende compulsivamente la TV y que ellos compran a buen precio, para transformarse en payasos desubicados y extemporáneos, porque antes sólo los veíamos en carnaval, o en el circo, o en los bailes de disfraz. Despeinados a la que te criaste, con largas cabelleras teñidas total o parcialmente con cualquier color, con trenzas o rodetes, o pelados como una nalga u ostentando parciales mechones antiestéticos o flequillos cegadores y molestos. Cuesta creerlo y horroriza ver esto, porque no se hace en broma, para jarana momentánea, sino que van en serio, con el objeto de llamar la atención para escandalizar a los adultos, pour epater les bourgeois, como dicen los franceses. ¡Pobrecitos! Sigamos: aros, collares, brazaletes... ¡Ah! Me olvidaba, tatuajes de toda índole y en cualquier parte del cuerpo. Algunos cubren esas lindezas capilares con requetecoloridos gorritos de jockey con visera, ostentando propagandas comerciales, coincidiendo o no con las homólogas que ostentan en sus ridículas remeras. ¡Y pensar que a estas prendas las compran (y caras) sin avivarse de que deberían cobrar por llevarlas puestas y exhibirlas! Son tan vivos que les hacen propaganda gratuita a los propietarios de los dólares que fabrican los productos promocionados y que —por supuesto— sabrán aprovecharse de su estupidez. En Brasil, esas prendas son regaladas a los morochos nativos, y vendidas a buen precio a los turistas argentinos, que son tan vivos. No hablemos de remeras musculosas, camisas, etc., porque sería de nunca acabar. Pensemos sólo en los jeans decolorados, despulidos, destrozados, ensuciados a propósito hasta hacerlos mugrientos. En los pantalones bermudas, que son bolsones floridos y flotantes, a media pierna y en las voluminosas, trabajadas y pesadotas zapatillas de goma de doble suela y con una enorme marca a la vista como las usadas por el ídolo deportivo de turno, con las que deambulan a los saltos, despertando envidia. Sugiero que de ahora en adelante sólo se permita desfilar a las mujeres. Será Justicia.