La revolución cubana (III)

Política interna y foquismo externo

Política interna y foquismo externo

Fidel y el Che. Compañeros de armas, representan las dos caras de una misma revolución, aunque hoy se sabe que la metáfora se hizo realidad en los hechos, que las disidencias separaron los caminos y, para evitar choques internos, alentaron la exportación revolucionaria.

Foto: TELAM

Rogelio Alaniz

La muerte del Che Guevara en octubre de 1967 le otorgó a la revolución cubana un nuevo mito. En América latina, y en la Argentina en particular, la noticia se transformó en leyenda en pocas horas. El mito no necesita de pruebas ni refutaciones científicas. El Che era el hombre nuevo, su derrota militar en Bolivia era en realidad un triunfo y su martirologio era una prueba más que la revolución ofrecía a los oprimidos del mundo. Que cuarenta años después nos enteráramos en detalle sobre las diferencias entre Fidel y el Che o nos quedara claro que esas dos personalidades no podían convivir en una revolución sometida a los imperativos del realismo político, son detalles que en nada hubieran afectado a la sensibilidad de aquellos años.

Es más, para 1967 ya se conocían las disidencias del Che con Fidel y la incapacidad del guerrillero argentino para someterse a una disciplina política. También se sabía que su peregrinaje revolucionario por el mundo era una manera elegante que había encontrado Castro para sacárselo de encima. Exportar la revolución era una estrategia en la que creían algunos revolucionarios. No sé si Fidel, con su sentido descarnado del realismo, estaba tan convencido de ello. Se dice que los revolucionarios rusos de 1917 estaban preocupados por el aislamiento de la revolución en un país atrasado y se esforzaron para tratar de exportarla al resto de Europa.

Algo parecido puede haber pasado en Cuba. En el clima revolucionario de los años sesenta todas estas fantasías se pensaban como posibles. En todos los países había jóvenes y no tan jóvenes decididos a tomar las armas en nombre de una causa justa. Así, en una sola movida, Fidel apostaba a romper con el aislamiento, mientras se liberaba de aquellos camaradas de ruta que por un motivo u otro no estaban dispuestos o no tenían ganas de soportar las rutinas de la revolución. Por lo pronto, el objetivo le permitía hacerle la vida imposible a los gobiernos latinoamericanos que no lo apoyaban (resulta sintomático que en México -el único país latinoamericano que no rompió relaciones con Cuba- nunca haya habido una guerrilla castrista).

Las guerrillas en América latina no empezaron con la muerte del Che, pero en esa figura encontraron su héroe y tal vez su santo. Algunas de estas guerrillas fueron aventuras descabelladas, otras lograron cierta inserción política y si bien no tomaron el poder, lograron en algún momento tener una importante representatividad territorial. Salvo la sandinista, ninguna triunfó, pero todas con su presencia -para bien o para mal- le dieron el tono a la época.

El libro que en aquellos años teorizó la táctica y la estrategia del nuevo credo revolucionario lo escribió un francés que después de vivir una temporada en Cuba se sumó a la guerrilla del Che, a la que no se sabe bien si abandonó o traicionó. Se llamaba, se llama, Regis Debray y su catecismo tenía como título: “Revolución en la revolución”. Allí Debray teorizaba sobre el nuevo fenómeno de la guerrilla revolucionaria. La metáfora que empleaba era la del “foco”. Consideraba que la revolución iba del campo a la ciudad, que no era necesario que estuvieran dadas todas las condiciones para iniciarla y que un puñado decidido de combatientes podía hacer aquello que los viejos socialistas creían que sólo podía ser el producto de una labor abnegada, paciente y gris de los militantes leninistas.

El libro de Debray es más un texto literario que un manual de teoría política. Lo que sucede es que en esos años los oyentes estaban dispuestos a confundir literatura con política. El libro tenía tantas lagunas teóricas que luego los principales dirigentes guerrilleros renegarían de él, aunque a la hora de la verdad siempre fueron leales a la teoría “foquista” y a la ilusión de que la revolución puede ser el acto heroico de una minoría.

En la Argentina, la muerte del Che despertó simpatías masivas. No es verdad que la foto de Korda creó el mito. El mito se formó horas después de la muerte. La imagen del joven médico de familia distinguida, buen mozo, algo sobrador, que renegaba de las comodidades de su clase para arriesgar la vida por una causa, siempre seduce. Así fue en el mundo antiguo, así fue en los años sesenta y así será probablemente en el futuro, cuando el laberinto de la historia permita recrear épicas parecidas.

Desde la izquierda a la derecha, todos miraron con estupor, asombro y admiración la tragedia ocurrida en la selva boliviana. Sacerdotes, políticos conservadores, reconocidos anticomunistas, aceptaron que algo importante había ocurrido ese 8 de octubre de 1967. Curiosamente, los más reticentes en expresar esa admiración fueron los comunistas, quienes no vacilaron en calificarlo de “pequeño burgués aventurero”. Probablemente tenían razón, pero como dijera John William Cooke, “prefiero equivocarme con el Che en Bolivia que tener razón con Victorio Codovilla en Buenos Aires”.

Ni lerdo ni perezoso, Perón, desde su exilio en el país de Franco, mandó una carta en la que en la primera frase decía: “Ha muerto uno de los nuestros”. Y luego de ponderar las virtudes del compromiso revolucionario y de convocar a los jóvenes peronistas a que siguieran su ejemplo, lo disculpaba por su militancia juvenil antiperonista.

A partir de ese momento el Che, Fidel Castro y la revolución cubana fueron una sola cosa. Los barbudos estaban en el poder pero seguían en la sierra. Ese era su encanto. El traje de fajina era el uniforme verde oliva, fumaban habanos, se dejaban la barba y, como caballeros cristianos, prometían luchar y morir por las causas justas. El mito necesitaba de esa estética.

En 1968 Fidel Castro apoyó públicamente la invasión rusa a Checoslovaquia, con lo cual quedaba claro que el alineamiento de Fidel con la URSS era algo más que un movimiento táctico y algo menos que una iniciativa fundada en los principios del internacionalismo proletario. Dos años después, intelectuales de Europa y América latina firmaban una solicitada pidiendo por la libertad del escritor Padilla, sometido a un típico juicio stalinista. Los tribunales revolucionarios no eran muy diferentes a los que en otros tiempos habían matado sin juicio previo a disidentes de todo tipo, pero en 1970 la certeza de algunos intelectuales empezaba a resquebrajarse.

Ese mismo año fracasó la promesa de Fidel de lograr la cosecha de azúcar más importante de la historia cubana. Los datos de la realidad son los que ahora demuestran que la voluntad no alcanzaba para doblegar las leyes de la economía y que la revolución podía ser justa pero ya no es santa.

La victoria de Salvador Allende en Chile acercó a los cubanos a Santiago. La visita de Fidel convocó multitudes, pero estaba acompañada por milicianos y agentes secretos que habrían de ser una suerte de poder paralelo en el gobierno de la Unidad Popular. El golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 en la Argentina, con su secuela de desapariciones y muerte no sería condenado por Castro, más interesado en mantener sus compromisos con la URSS que en solidarizarse con las víctimas de la represión.

De todos modos, Cuba seguiría siendo el santuario de los revolucionarios, durante toda la década del ochenta. Las guerrillas centroamericanas serán la última expresión de esa ola revolucionaria abierta en 1959. La revolución sandinista de Nicaragua se hizo bajo el influjo ideológico y mítico de la revolución cubana. Los guerrilleros de El Salvador y Guatemala se capacitaron en La Habana. Allí compartieron frustraciones y esperanzas con los sobrevivientes de las organizaciones armadas de Chile, la Argentina y Uruguay. Ya para esa época Fidel Castro hacía rato que había dejado de creer en la exportación de la revolución, pero por inercia, a regañadientes, seguía protegiendo a sus combatientes.

Al iniciarse el siglo veintiuno, Cuba hace rato que ha dejado de ser el faro luminoso de América latina. Su luz es cada vez más pobre y su resplandor vacilante apenas alcanza para iluminar un escenario empobrecido, una población dócil y derrotada dirigida por un caudillo senil, que no ha tenido la oportunidad de morirse a tiempo para cumplir con la leyenda, ni la grandeza de retirarse en el momento oportuno.