Señal de ajuste

Todos a Hollywood

Roberto Maurer

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En la señal Sony ya comenzó la octava temporada de “American Idol”, apenas con dos semanas de diferencia de su emisión en Estados Unidos, donde debutó con un 10 % menos de audiencia que en años en anteriores. El reality de aspirantes a la fama mundialmente más difundido coincidió con los años de la presidencia de George Bush. Si se quiere, apelando a un determinismo elemental, “American Idol” sería la versión divertida de un estilo inhumano y racista. Sus descendientes directos en la Argentina, en comparación, son un ejemplo civilizatorio: si en nuestra “Operación Triunfo” los participantes fueran humillados con igual énfasis, seguramente se elevarían voces pusilánimes para impedirlo, privándonos de un sano pasatiempo sadomasoquista.

Hace tres años, la aficionada Paula Goodspeed concursó con una ortodoncia.

—No entiendo cómo alguien puede cantar con tanto metal en la boca, -se burló Simon Cowell, el más sarcástico de los jurados (*).

Unos días después, la joven de 30 años apareció muerta a pocos metros de la casa de la jurado Paula Abdulen. Se había suicidado. Y se dirá: siempre hay abundan motivos para matarse. Es cierto, pero, en este caso, “American Idol” era uno de ellos.

LA NUEVA CAMPAÑA

Este año, la preselección comenzó en Phoenix, donde una escandalosa participante se presentó con una bikini naranja, en tanto que un ciego protagonizó involuntariamente un momento penoso, cuando el coordinador Ryan Seacrest levantó su mano para “chocarle los cinco”, y el joven, obviamente, no correspondió al saludo.

Como novedad, en esta temporada se sumó al jurado la compositora Kara DioGuardi, que llegó con fama de mujer dura. Cuando audicionó Bikini Naranja, la flamante jurado le cantó unos compases para demostrarle cómo debería haberlo hecho. Y la descalificó:

—Honestamente, no tienes las aptitudes para cantar esa canción, querida.

—Pero tu demostración no fue mejor -fue la respuesta de Bikini Naranja.

A veces, las víctimas contraatacan. En la siguiente entrega, la sede era Louisville, Kentucky, donde los jurados fueron amenazados por un aspirante con la mirada torva del patovica. Mark Mudd reconoció que había recibido algunos golpes en su vida, y que a la mala suerte ya la había sufrido su tatarabuelo, un médico que curó las heridas del asesino de Lincoln y que, irrazonablemente, fue condenado a diez años.

El jurado ríe a carcajadas cuando Mark Mudd canta. “No eres malo, pero ésta no es la competencia adecuada para ti, Mark”. El competidor, mientras se retira caminando de costado, les clava su mirada asesina, y murmura “Be careful”. El “Cuídense” es recibido con algarabía. “¡Eh, ésa fue una amenaza!”, festejan.

ELLOS SE LO PIERDEN

Mark Mudd es apenas uno de “la estampida de miles”, como llaman a la masa de concursantes de todas partes que llegaron a la parada de Louisville.

Tiffany vino de Ohio, sus padres confían ciegamente en ella y la consideran una fija.

Los jurados, en diálogo previo con la chica, comentan que, si resulta triunfadora, “se evita la universidad”. Empieza a entonar horriblemente una canción de Mariah Carey, y los jueces ríen desde que abre la boca. Y despiden a la fracasada con una ironía: “Lo bueno es que irás a la universidad”. Afuera, Tiffany expresa su resentimiento rodeada por sus seres queridos:

—Ellos se lo pierden, sólo buscan nerds y gente rara.

Tiffany tiene razón, el show pone el acento en el desfile de freaks, ella incluida, y si no fuera así, “American Idol” no sería un éxito. Luego aparecerá un extravagante personaje al cual anuncian como un super nerd. Es una caricatura de traje, corbata y dientes salidos, que se presenta como licenciado en Física y académico en general. Se le ha secado la boca, y toma agua en cantidad. “Es como un camello”, dirá Simon a su compañera.

LOS JUECES SE FATIGAN

Al segundo día de Louisville, el jurado bosteza, porque está cansado, se nos informa. Necesitan un participante que llame la atención y entonces aparece Aaron Williamson, un chico de 27 años que grita “guauuuuu” una y otra vez. El participante ulula un tema de Credence y el jurado, ya reanimado, le responde gritando sus propios “guau”. Lo echan, entre burlas, y uno comenta que “parecía como si la alarma de incendio se hubiera activado”.

Triunfalmente, los seleccionados gritan a cámara: “¡Nos vamos a Hollywood!”. Es la última parada de la trituradora, y serán centenares en una final que está más cerca del Holocausto que de La Meca. Con expresión de fatiga, en un momento de su trabajo, Simon Cowell se pregunta: “¿Soy yo o esto se vuelve más extraño cada año?”.

(*) Simon Cowell es directivo de Sony y tiene una gran trayectoria en las discográficas y la producción independiente, por lo que se considera que carece de alma. Superados sus inicios como cadete de EMI, se convirtió en un fabricante de éxitos, como los Teletubbies. Su único tropezón se produjo cuando echó de su oficina a unas chicas que aspiraban a la fama, porque una era gorda. Después fueron conocidas como las Spice Girls.

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Simon Cowell es uno de los miembros del jurado, conocido como el más malo de todos.