Barranca Yaco (I)

Un lugar para una muerte

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Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos, fue emboscado y muerto en Barranca Yaco.

Foto: Archivo El Litoral

Rogelio Alaniz

El 16 de febrero de 1835, más o menos a mediodía, una partida de hombres dirigida por Santos Pérez asesinó en Barranca Yaco a Facundo Quiroga, sus acompañantes y escolta. Los asesinos no tuvieron piedad con sus víctimas. Todos fueron muertos. Los postillones, los acompañantes y hasta un niño. De la masacre ni siquiera se salvaron los caballos.

Barranca Yaco es un paraje ubicado a veinte leguas de Córdoba y a pocos kilómetros de Jesús María. En aquellos años se decía que era el paso obligado para todos los viajeros que llegaban desde el norte y el noroeste. Cada vez que ando por la zona visito el lugar por el gusto de estar en el sitio exacto donde se produjo la emboscada. Es muy posible que hoy el lugar no tenga nada que ver con el de 1835, pero de todas maneras me complace vivir la ilusión de que ese jirón de cielo o la línea de sombra de esas colinas que se distinguen a lo lejos o aquellos árboles añosos que se levantan a un costado del camino, se parecen mucho al paisaje que contemplaron, pocos segundos antes de la muerte, las víctimas de la emboscada.

La muerte de Facundo Quiroga en Barranca Yaco ha dado lugar a las creaciones literarias más importantes de nuestra lengua. El asesinato del mítico “Tigre de los Llanos” en un paraje perdido de Córdoba, el crimen preparado de manera más ostentosa y evidente, ha inspirado la imaginación de Sarmiento al punto de que uno de los capítulos más bellos y más terribles de su libro “Facundo” es el que se refiere a Barranca Yaco.

Dos de los grandes poemas de Borges están dedicados a la muerte de Quiroga. Además, un relato breve del mismo autor imagina un encuentro de Quiroga con Rosas en el cielo o en el infierno, no lo recuerdo bien. Quiroga entonces le dice a un Rosas algo infatuado y sobrador: “A usted Rosas le tocó mandar en una ciudad que mira a Europa y que será de las más famosas del mundo; a mí, guerrear por las soledades de América, en una tierra pobre de gauchos pobres. Mi imperio fue de lanzas y de gritos y de arenales y de victorias casi secretas en lugares perdidos...” .

Sin la calidad literaria de Borges o Sarmiento, las coplas populares anónimas se refirieron a la muerte del “Tigre de los Llanos” con ese toque de amor, nostalgia y misterio que suele rodear a estos poemas: “Ved jirones de ponchos y lanzas/ en duro entrevero bajo el quebrachal/ y la voz de Quiroga un trueno/ acallado por ser federal”. Una vieja vidalita riojana recuerda también el episodio. Yo la escuchaba cantar de chico por los guitarreros de Chilecito y La Rioja, amigos de mi padre, “ Facundo Quiroga/ a la muerte va/ dicen que el tirano lo mandó a matar” .

La hipótesis histórica o política de esta anónima vidalita no es diferente a la de Borges y Sarmiento: Rosas es el autor intelectual de la muerte de Quiroga. Exactamente lo mismo va a decir el asesino Santo Pérez, un minuto antes de ser fusilado. “Rosas es el autor de la muerte” palabras dichas al pie del cadalso, palabras que deberían creerse porque se supone que nadie miente un minuto antes de la muerte.

La hipótesis es creíble y es trágicamente bella, ideal para escribir poemas y canciones. Lo que sucede es que la verdad de la literatura no siempre coincide con la verdad histórica. Rosas se benefició con la muerte de Quiroga, pero de allí no se infiere que haya sido su autor intelectual. Su sobrino, Lucio Mansilla, recuerda la ocasión en la que Rosas le mostró un medallón con el rostro de Quiroga y luego, con esa sonrisa que, al decir de Charles Darwin, más que un gesto de afecto fue una advertencia, le dijo: “Este que usted ve aquí es Quiroga, un buen federal. Los salvajes unitarios andan diciendo que yo lo mandé a matar”.

El asesinato de Quiroga fue el escándalo político más importante en un tiempo en que la muerte de hombres destacados era habitual. Sin ir más lejos, Quiroga salió de Buenos Aires rumbo al norte para arbitrar en un conflicto abierto entre Alejandro Heredia, caudillo de Tucumán y Pablo Latorre, caudillo de Salta. Antes de llegar a su destino se enteró de que Latorre había sido derrotado por el coronel Facio, caudillo de Jujuy y leal a Heredia, detenido y luego asesinado en un confuso episodio.

Alejandro Heredia, el célebre Indio Heredia, protector de Alberdi y caudillo culto como diría Sarmiento, también va a correr la misma suerte un par de años después , “... No era malo el Indio Heredia/ los doctores unitarios lo mandaron a matar”. Se dice que entre esos doctores unitarios estaba Marcos Avellaneda -el padre de Nicolás- quien años después también va a correr la misma suerte a manos de Oribe.

En un tiempo de crímenes políticos y muertes a granel, el asesinato de Quiroga impresiona a todo el mundo. Sin duda que se trataba del personaje más importante del país después de Rosas. Es más, desde el punto de vista de lo que llamaríamos el alma popular, Facundo Quiroga en el norte tenía un ascendiente muy superior a cualquiera de los caudillos de su tiempo, incluido el mismo Rosas.

Quienes lo conocieron al hombre aseguran que el personaje estaba a la altura de la leyenda. No era lo que se dice un lindo, pero era un buen mozo. Bien plantado, negros los ojos y la barba, pálido el rostro. Alberdi, que ya para entonces no era un joven dispuesto a dejarse impresionar por un caudillo dice: “Se entretenía en conversaciones conmigo. Yo no me cansaba en estudiar, de paso, a ese hombre extraordinario”. Vicente Fidel López, que nunca lo quiso, dirá de él: “No se le conocen actos de torpe lujuria como las que infamaban las costumbres de Bolívar. No cometió jamas acto de traición, infidelidad o perfidia contra los intereses o contra los hombres con los que se hubiera ligado. Era casto e incorruptible”

La anécdota con Pringles, la anécdota que relata la muerte de Pringles, lo pinta de cuerpo entero: Pringles es derrotado por tropas de Quiroga. Herido, se rinde y es trasladado hasta el campamento del Tigre. La travesía por el desierto es terrible. Un oficial le niega hasta el agua y cuando protesta lo mata de una puñalada. Quiroga al enterarse se pone fuera de sí. Con esa voz y esa mirada que estremecía al más pintado, le dice al soldado: “Por no manchar con tu sangre miserable el cuerpo del noble Pringles, es que no te hago pegar cuatro tiros sobre su cadáver. ¡Cuidado con otra vez que un rendido invoque mi nombre!”.

Se dice en México que Pancho Villa sobrevivió al anonimato porque las canciones populares y la imaginería de los campesinos nunca lo dejó de recordar. Villa era una leyenda poderosa que ninguna historia oficial pudo acallar. Algo parecido -con las inevitables diferencias del caso- ocurrió con Quiroga. El hombre era una leyenda viviente antes de su muerte. El mito del famoso “moro de Quiroga” era parte de esa leyenda, la leyenda de un caballo con virtudes mágicas y proféticas.

Se dice que si Quiroga hubiera hecho caso a las advertencias del moro -que el día de la batalla con Paz no se dejaba montar ni poner la silla- otro hubiera sido el resultado. Los relatos sobre su coraje y su osadía circulaban de boca en boca, y eran repetidos con veneración y respeto por amigos y enemigos. Después de la batalla de La Tablada, la batalla en la que Paz derrota a Quiroga, uno de los oficiales ganadores dice: “Me he batido con tropas más aguerridas, más disciplinadas, más instruidas; pero más valientes, jamás”. No conozco reconocimiento más noble a un soldado derrotado.

Como Zapata, como Villa, la gente sencilla, los baquianos del monte, los rastreadores, los cuchilleros y domadores, no creyeron que había muerto. Sarmiento, en su célebre y hermosa introducción al Facundo se refiere a ello, les hace decir a los hombres de la campaña que Facundo no ha muerto, está vivo, regresará en cualquier momento...

El coraje de Quiroga y de sus hombres era también una leyenda. En la batalla de Rodeo del Chacón, se enfrentará contra las tropas de Videla Castillo. Quiroga manda un puñado de hombres mal armados y mal montados. Ha reiniciado la conquista del norte y sabe que su destino se jugará en esa batalla. Esto es lo que le dice a las tropas: “Soldados: no hay otro punto de reunión que el campo de batalla. Allí nos debemos encontrar todos, me entendieron bien ¡todos!, de pie o caídos, vencedores o muertos”. Napoleón, seguramente, hubiera aprobado esa arenga. (Continuará)

El hombre era una leyenda viviente antes de su muerte. El “moro de Quiroga” era parte de ella. La leyenda de un caballo con virtudes mágicas y proféticas.

Todos fueron muertos. Los postillones, los acompañantes y hasta un niño. De la masacre ni siquiera se salvaron los caballos.