etcétera. toco y me voy

Accesorios

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Se han generalizado los negocios de accesorios: pequeños y coquetos locales con un sinfín de pequeños y coquetos productos con pequeños y coquetos precios. Lo bueno del Toco y me voy es que nunca aspira a ser esencial. Es accesorio. TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. [email protected]. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI. [email protected]

¿U stedes, varones -a las chicas, en este caso, no les pregunto, porque es obvia la respuesta-, han visto esos localcitos que ahora pululan que tienen, entretienen y contienen hebillas, cintos, pañuelos, aros, collares y cientos -¡miles!- de accesorios de moda? En un noventa y pico por ciento, están pensados para mujeres y en un porcentaje similar los precios de los artículos son relativamente bajos. Es, literalmente, un local de baratijas y acaso la principal competencia para los puestitos volátiles de los artesanos.

¿Ustedes han visto, también -y a las chicas tampoco les pregunto en este caso, porque es obvia la respuesta- la fascinación que ese tipo de locales provoca en la mayoría de las mujeres, desde tu abuela, tu pareja, tu hija, tu sobrina o cualquier cosa más o menos femenina? Si hay aritos, cositas, chucherías, pues tendrán la atención de la mitad de la humanidad.

Yo descubrí tardíamente, pero creo que a tiempo, que le tengo fobia a esos locales. Antes acompañaba, como buen compañero, a mi pareja en sus largas incursiones por ese pequeño sitio. Pero progresivamente me fui quedando a dos pasos de la entrada (en dos pasos más estás en el fondo, aclaro...), luego acompañé sólo hasta la entrada y luego he pronunciado el cuestionado “yo te espero acá” o “yo me hago una escapadita a... y después vengo a buscarte”.

Chau: he dejado a mi mujer sola en un lugar que le da evidente placer y lo hice y lo hago con la secreta ansiedad de que entienda que no quiero arruinarle su disfrute, pero a la vez le quiero comunicar sutilmente que es de ella y no mío.

Alguno dirá que puedo sufrir una especie de claustrofobia. El lugar es pequeño y sufre del síndrome de temor al vacío: no hay espacios libres, ni puntos de fugas, ni descansos: en todos lados tenés objetos brillantes, brillosos, tentadores...

He descubierto, digo, que esos lugares me deprimen y por eso trato de huir de ellos, sobre todo si se tiene en cuenta que las niñas están allí no menos de media hora mirándolo todo, probándolo todo y trayéndose algo.

El principio comercial de esos locales es irrefutable: las cosas expuestas no valen demasiado y calman la ansiedad de consumo femenino y su pulsión por tener algo nuevo, así se trate de una chuchería. No entender esta parte de la naturaleza femenina es sinónimo de choques constantes. Hay que entenderlo con la misma fe y falta de cuestionamiento que la apertura del Mar Rojo, la concepción de la Virgen o las tablas de la ley. Es una verdad revelada: ellas necesitan en cada salida o por lo menos salida por medio, algo nuevo.

A veces pienso que hay que valorar en su real dimensión a estos locales porque finalmente nos liberan por relativamente pocos pesos de una erogación mayor. Cuando la mujer comprende -un rayo cegador, un instante, una premonición- que no tendrá en este caso margen para unos zapatos nuevos (aunque tenga cuarenta pares, no tendrá justo ese, que, está demás decirlo, es nuevo), un vestido para una fiesta futura o un perfume francés, pues, con igual súbita certeza se le aparece en el camino el local de los accesorios y hacia allí va con la ciega fe de los creyentes.

En esos casos, unos pocos pesos (bueno, bueno: a menos que agarren una de esas simpáticas canastitas y los artículos pequeños terminen conformando una cifra importante) sacian el impulso y le dan un respiro a la castigada tarjeta de crédito, que tiene un Indec propio, también, pero diametralmente opuesto al del gobierno...

Algunos dirán que padezco de una soberana misoginia, otros que no puedo ser tan cretino de ignorar que los varones somos iguales en un local de ropa deportiva o de vinos.

Pero no quería dejar pasar la oportunidad de reflexionar sobre lo esencial y lo accesorio, sobre todo cuando ya pasaron cuarenta minutos desde que tu mujer se zambulló en uno de esos locales y vos la ves, como en un sueño, probarse distintas cosas que no necesita en absoluto, pero que son absolutamente necesarias. No sé si queda claro.