Ignacio Andrés Amarillo
Las preguntas van y vienen: pregunta el conductor de sonrisa socarrona y barba cuidadosamente descuidada, y también pregunta el obeso agente policial. La más importante parecería ser “¿Quién quiere ser millonario?”, y vemos una bañera llena de dinero.
Así plantea Danny Boyle el comienzo de “Slumdog Millionaire” (algo así como “millonario villero” en el original), adaptación de la novela “Q & A” (preguntas y respuestas) de Vikas Swarup.
La situación inicial es expuesta por un texto inicial: “Jamal Malik está a una pregunta de ganar 20 millones de rupias. ¿Cómo hizo esto? A: hizo trampa; B: es suertudo; C: es un genio; D: es el destino; E: está escrito”. ¿La respuesta? Al final también textualmente.
El filme es un festival del flashback, basado en dos momentos temporalmente cercanos: la primera noche del concurso televisivo y el interrogatorio de los policías, que quieren comprobar cómo ese marginal sabe todas las respuestas. Jamal no tiene empacho en hablar y así veremos cómo cada momento doloroso de su vida le dio el dato certero para avanzar en el concurso.
Se conocerá así la historia de tres niños arrojados a la orfandad y la miseria por la intolerancia. El buen Jamal (uno de esos buenos que la pantalla ama), su ladino hermanito Salim (musulmanes, como sus nombres lo indican), junto a la pequeña Latika, tratarán de abrirse paso entre las peores runflas de criminales y explotadores, con desigual suerte, cada uno de la mejor forma que pudo.
Pero en medio de lo terrible, no deja de tratarse de una historia de amor: de la cruzada de un muchacho por recuperar al amor de su vida, más allá de las adversidades y las traiciones. El Oscar a la Mejor Película tal vez se lo debe en parte a una historia y una moraleja de esas que hacen las delicias del espíritu hollywoodense.
Al ritmo de los sentimientos
El filme fue “oscarizado” por su música y por la canción “Jai Ho” y no es un detalle menor: parte de la fuerza de muchas de las escenas de Boyle se basa en las composiciones electroétnicas de A.R. Rahman, que vinculan la localía de los sonidos tradicionales de la India con la “globalidad” y la fuerza de las bases electrónicas.
Por supuesto, Boyle demostró sus dotes para el arte del videoclip, a través de persecuciones y carreras por las calles de Mumbai (a secuencia de créditos, ya que estamos, es una muestra de su gusto por el musical). Los sonidos de Rahman acompañan y sostienen esas imágenes que combinan superpoblación, exotismo, pobreza, riqueza, masividad y soledad.
Las actuaciones
Otro fuerte radica en la selección de los actores. Es notable el trabajo para darle unidad en tres etapas de su historia (a través de otros tantos actores), a los tres personajes juveniles: Jamal (Ayush Mahesh Khedekar, Tanay Chheda y Dev Patel), Latika (Rubiana Ali, Tanvi Ganesh Lonkar y Freida Pinto) y Salim (Azharuddin Mohammed Ismail, Ashutosh Lobo Gajiwala y Madhur Mittal).
Entre los secundarios, Irrfan Khan, más allá de su destaque en créditos y presentaciones, tiene un modesto papel como el oficial de policía, al que lleva con cierto aplomo. El que sí alcanza altas cotas en su caracterización es Anil Kapoor como el conductor Prem Kumar: la representación perfecta del lado oscuro de la televisión, detrás de las sonrisas resplandecientes y las inflexiones correctas.
Con esos elementos, construye una historia donde los sueños son posibles, donde el amor triunfa, donde la firmeza de la voluntad hace girar al mundo.





