Lengua Viva

Volvamos a los malos hábitos grafémicos

Evangelina Simón de Poggia

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Estábamos comentando el problema de los hábitos grafémicos de nuestros jóvenes y la influencia nefasta de los celulares. Hábitos que se están enfrentando a las normas del sistema de la lengua y afectan a todos los niveles. Cuando omitimos, combinamos o representamos mal un grafema, puede traer consecuencias significativas a nuestros interpretadores y, por lo tanto, a la interacción comunicativa. Esos malos hábitos deben entrar en pugna con el desarrollo de los buenos y de eso nos tenemos que encargar todos. Mientras los docentes, y comunidad, en general, exijan las formas correctas, pues lo contrario les llevará a consecuencias no deseadas, les estaremos diciendo que la casa debe de estar en orden y, mientras que así sea, estarán a salvo para la adquisición y formalización de ese gran tesoro que es el conocimiento.

Lo que está sucediendo con nuestra juventud en el ámbito cognitivo y comunicativo no es novedoso. Sí lo es la reacción lamentable del contexto, el cual, a todas luces, demuestra que estamos frente a un horizonte difuso que no nos deja ver con claridad los objetivos ineludibles que nos comprometen con la formación de las próximas generaciones. La “transgresión”, que a todo adolescente le encanta ejercer sobre las normas predicadas por los adultos, no es una novedad. Recordemos cuando algunas generaciones, no muy lejanas, hablaban al “vesrre” o todo lo reduplicaban en “rebueno-relindo”. Era una moda cronológica que pasaba junto a la propia evolución e iba hacia la siguiente. Ejemplificador: a nadie se le ocurrió proyectarlo al ámbito educativo y si se intentaba la observación era inmediata, pues la corrección en el uso de la lengua estaba fuertemente establecida. La conciencia lingüística estaba arraigada en el ámbito social, gracias a la importancia que tenía el “conocimiento”.

Los docentes desde el proceso de la lectoescritura tenían la mirada puesta en la ortografía, contaban con el apoyo de los padres y el niño gozaba de un desarrollo intelectual armónico que redundaba, sin duda, en su crecimiento como persona. ¡Los límites estaban claros! gracias a la coherencia del mensaje y al esfuerzo mancomunados de todos.

La verdad: la teníamos ¡¡“re-re-clara”!!