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Una estancia de tradición familiar

vistas generales de la casa construída en el año 1880 en la localidad de miguel torres.

Una estancia de tradición familiar

En esta entrega de Arquitectura Rural, historia, patrimonio, turismo, conocemos pasado y presente de la Estancia San Miguel, en la localidad de Miguel Torres, del departamento General López.TEXTOS y fotos. ARQ. CRISTINA S. GALETTI.

Don Miguel Torres nació en 1846 en Capilla del Señor, localidad cercana a Buenos Aires. Era uno de los hijos menores de Pedro Torres y Soledad Espeleta. Siempre estuvo atraído por el ámbito rural, pero su padre deseaba fervientemente que sus hijos no fueran hombres de campo, como él, ya que, por entonces, se los identificaba con el “gaucho” y este personaje de nuestra cultura era tenido, en esa época, como vago o elemento peligroso. Es por esa razón que Pedro puso a su hijo Miguel a trabajar en un comercio del pueblo para que aprendiera el oficio de comerciante, donde permaneció por nueve años. Durante este período, su patrón lo enviaba de tanto en tanto a traer una tropilla de vacas u ovejas con las que algún cliente pagaba deudas atrasadas, para lo cual hacía con gusto la vida de tropero, “capataceando” peones.

Definitivamente seducido por las tareas rurales, tomó la resolución de irse a la frontera a cuidar vacas, con vocación de hombre de campo, respaldada por el coraje propio de los pioneros o “pobladores” como se los denominaba en aquel momento a quienes salían a poblar los “campos de afuera”.

Establece relación con los dueños de un campo llamado “El Bagual”, ubicado aproximadamente entre los sitios que actualmente ocupan las localidades de Wheelwright y Juncal, en el sur de la provincia, cercanos al límite con Buenos Aires, y a unas ocho leguas de lo que es hoy “San Miguel”. Estos señores le ofrecen el campo para que haga uso de él en forma gratuita, con el único compromiso de no permitir intrusos. El predio que le cedían en préstamo estaba sobre la frontera con el indio, a unas cuatro o cinco leguas del Fortín de Melincué.

Simultáneamente, conoce a un señor de apellido Pereyra, de Buenos Aires, quien confía en él por los antecedentes de su padre, y le ofrece poner vacas en toda la extensión de campo que Miguel se animara a poblar. Vale señalar aquí que el costo de una vaca equivalía, aproximadamente, al que se pagaba por cuatro hectáreas de campo. Sin pensarlo demasiado, resuelve enfrentar la inmensidad y los peligros de la pampa. Entre el padre y algunos amigos le regalan algunas vacas, algún caballo para agregar a su tropilla, y otros le ofrendan un rancho.

Con sus dos manos como mayor capital, levanta el techo del rancho que le regalaron -única porción recuperable- y lo asienta sobre la carreta que ya tenía para trasladar sus cosas, sirviéndole así de techo para el viaje. Lo acompaña en esta empresa el paraguayo Prudencio Zarza, capataz de su padre, que sentía gran afecto por Miguel, a quien consideraba como el hijo que no tuvo.

El arribo y el rancho

Tras unos dos meses de viaje llegan al sitio, donde descargan el techo del rancho y lo ponen en tierra, es decir, la tirantería se afirmó sobre el suelo, sosteniendo la cumbrera y la cubierta de paja, lo que se denominaba por entonces “rancho de varas al suelo”.

Los relatos de don Miguel a su nieto Gonzalo dan cuenta de la forma de vida y de trabajo durante esos primeros tiempos en El Bagual. El campo, no sólo no tenía alambrados, sino que no disponía ni un elemental amojonamiento, de manera tal que el pionero Torres lo ubicó aproximadamente de acuerdo con los datos que tenía de sus dueños y algún otro que le proporcionaron los que poblaban el fortín de Melincué.

Había en la zona otros dos pobladores que ocupaban campos sin autorización de sus dueños, pero cuando el peligro del indio había pasado, fueron desalojados por los propietarios que llegaron a hacerse cargo de sus tierras. Sin embargo, antes de que esto sucediera, se ayudaban mutuamente en tareas de castración, yerras y apartes, trabajos que se realizaban una vez por año para separar las haciendas de unos y otros. No abundaban los peones ya que, quien se aventuraba, como don Miguel, lo hacía con la intención de trabajar para sí mismo y no por un sueldo.

Lo cierto es que, cierto día, en un encuentro con el malón sufrió un lanzazo que le causó una gravísima herida, situación que lo mantuvo alejado del campo hasta su restablecimiento, en que volvió, encontrando todo en orden, ya que sus vecinos habían cuidado de su hacienda y pertenencias.

Por el techo propio

Algunos años después de iniciada la aventura, don Miguel conoció a Juana Belca, se pusieron de novios y pensaron en casarse. Allí se les planteó el problema de la vivienda. Él no podía llevar a vivir en semejante lugar y condiciones a una “niña de familia de Pergamino”.

Se fue, entonces, a Buenos Aires para hablar con los dueños de “El Bagual”, con el objetivo de que le hicieran un contrato de arrendamiento por diez años, para -de ese modo- largarse a construir una casa y poder casarse. Sin embargo, los propietarios se negaron dos veces a firmarle tal contrato, por lo que se vió forzado a comprar campo. Revisó entonces la zona de la Cañada de las Sepulturas, y, aunque el precio no le pareció muy apropiado, tenía que tener en cuenta que eran de los pocos campos con títulos correctos.

La compra la realizó casi sin dinero y confiado en poder cumplir con las facilidades a largo plazo otorgadas. A la primera fracción, consistente en una legua por tres, la compra en 1880 a Carlos Casado del Alisal, y a la segunda -de iguales dimensiones- en el año 1882, a Zenón Pereyra. Cuando estaba a punto de vencer el primer pago y viendo que no alcanzaría a cubrir el monto pactado, decide vender una legua de las seis con que contaba. Algo similar ocurrió en ocasión del último vencimiento, cuando se desprende de dos leguas, quedando finalmente el campo de su propiedad de tres leguas, o sea, unas ocho mil hectáreas.

Cuando compró el campo y fue a poblarlo y a hacer su casa para poder casarse, halló en las inmediaciones un corral de zanja que, de tan viejo, estaba casi borrado. Tenía sus correspondientes “palos de tranquera”, de quebracho colorado. Los corrales se hacían de zanja, ya que no existían en la zona maderas o materiales con que hacer cercos; la madera dura, necesariamente, debía comprarse en el norte de la provincia, a un costo muy elevado. Don Miguel, sin embargo, adquirió, en la zona de la cuña boscosa, postes que trasladó hasta San Miguel en carretas, medios que todavía perduran en las líneas más viejas del campo.

De una zona del campo se cortó la tierra para hacer los ladrillos con los que se construyó San Miguel. La casa responde a la idea de estancia criolla, sin demasiada ornamentación, maciza, fuerte, y con mirador.

San Miguel, en el tiempo

Básicamente, la estancia se ha conservado como en sus orígenes y tiene la hermosa particularidad de que siempre estuvo habitada por la familia propietaria, razón por la cual es una casa “vivida”, cargada de recuerdos familiares.

En la actualidad, en la casona de Estancia San Miguel vive doña Jorgelina Roullión de Torres, esposa de Gonzalo Torres Calderón, nieto del fundador. La administración del establecimiento está a cargo de su hijo, Pedro J. Torres, quienes, generosamente, abrieron las tranqueras para que transitáramos estas historias, mucho más ricas de lo que hemos podido resumir en esta nota.

Agradecimientos:

A Jorgelina Rouillón de Torres y a su hijo Pedro, por su hospitalidad y afecto; al Hotel Posta de Juárez de Firmat; al presidente comunal de Miguel Torres; y a Marcelo Lombardo y Emilio Del Carlo, del Ente Turístico Firmat; por su especial colaboración.

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en la fachada se observa el año de construcción de la estancia.

Una estancia de tradición familiar
Una estancia de tradición familiar

jorgelina roullión de torres y cristina galetti.

foto: Marcelo Lombardo

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imagen de la galería de la estancia.

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Cuando para Chile me voy

El matrimonio formado por don Miguel Torres y Juana Belca dio origen a una numerosa descendencia. A principios del siglo XX, alrededor de 1910, don Miguel Torres y su hijo Pedro vendían mulas a un paisano de San Juan, de apellido Apeseche. Las mulas se “hacían” en “la pampa” , o sea en las provincias de Buenos Aires, sur de Córdoba y Santa Fe, entre otras. Los Torres las compraban en cantidades más o menos importantes y las vendían a estos señores sanjuaninos, quienes a su vez vendían una parte del lote en la zona de Cuyo y otra parte en Chile. Las mulas las llevaban los hombres de Apeseche por arreos que duraban varios días. Alguna vez también se trasladaban con gente de la estancia, y en uno de esos viajes Pedro, soltero y muy joven todavía, fue invitado por Apeseche a cruzar al país vecino.

En ese viaje, Pedro quedó impresionado por la belleza de los caballos chilenos. Años más tarde, y luego de la muerte de don Miguel, en el año 1939, a la edad de 93 años, Pedro decide hacer un viaje a Chile con toda la familia. Llegan hasta el sur, donde conocen a un agricultor chileno de apellido Ide, quien los invitó a su fundo, donde tuvieron la oportunidad de ver trillar trigo con yeguas en una era. También les presentaron los primeros caballos chilenos bien arreglados y cuidados “a pesebrera”.

Don Pedro encontró un tipo de caballo sillero bien definido y confirmó su idea acerca de las bondades de los caballos chilenos como montureros y vaqueros. Había nacido un romance que hoy lleva cuatro generaciones.

Entusiasmado con los criollos chilenos, al volver al país trata de establecer contacto con criadores argentinos, como Solanet y Ballester, para adquirir yeguas criollas inscriptas. Al no tener un pronta respuesta, se relaciona con un criador de Venado Tuerto, de apellido Caride, a quien le compra un lote de treinta yeguas jóvenes de origen Solanet y completa la manada comprando el Canario Melincué, campeón de la Exposición Rural de Venado Tuerto. Este fue el comienzo de la Cabaña en la Estancia San Miguel. Desde ese momento, los logros obtenidos con la crianza de criollos son innumerables, recibiendo reconocimiento nacional e internacional.

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dormitorio de las hijas.

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La vida en la cabaña

En los tiempos fundacionales, los días transcurrían a lomo del caballo, controlando la hacienda para que no se alejara demasiado o alguien se tentara y carneara alguna.

La alimentación diaria era, básicamente, carne asada y mate. La única variante la constituía algún bicho del campo cazado o boleado o, cuando llegaban los “mercachifles” o “turcos santeros”, llamados así porque su mercadería más característica la constituían estampas de santos, medallas y rosarios; pero, además, vendían ropas, ponchos, cuchillos y traían la gran golosina para quienes vivían aislados: bolsas de galletas. Con eso y alguna damajuana de vino que les vendían, “se hacían la gran fiesta”.

Siguiendo la descripción de la vida en esos momentos iniciales, la cama era el recado, tendido en el suelo y a la intemperie. El rancho de varas al suelo sólo servía como casa cuando llovía, de lo contrario nadie se aventuraba a vivir allí, “en el reino de las pulgas”. A pesar de esto servía como almacén o depósito. Allí se guardaban las galletas del turco, algún charque, la yerba y otros elementos.

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placa de reconocimiento de la ascoc. criadores de caballos criollos.

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una vista del estar - comedor.