De la irracionalidad política a la construcción de una realidad artística

Ficción y vida se persiguen, entrelazan y repelen a lo largo de la historia de la civilización y de la literatura, pero, escribe Mario Vargas Llosa en su último libro, este tema “acaso en ningún otro autor moderno aparezca con tanta fuerza y originalidad como en las novelas y los cuentos de Juan Carlos Onetti, una obra que, sin exagerar demasiado, podríamos decir está casi íntegramente concebida para mostrar la sutil y frondosa manera cómo, junto a la vida verdadera, los seres humanos hemos venido construyendo una vida paralela, de palabras e imágenes tan mentirosas como persuasivas, donde ir a refugiarnos para escapar de los desastres y limitaciones que a nuestra libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es”. De “El viaje a la ficción”, transcribimos aquí un fragmento del capítulo dedicado a “El astillero”, una de las mejores novelas de Onetti.

Por Mario Vargas Llosa

Onetti podía protestar, con toda justicia, que él no hacia literatura “social” ni creía en ella, pero, como dice Jorge Ruffinelli, una cosa son las intenciones del creador, y, otras, las reacciones que su obra puede inspirar en la lectura. Lo cierto es que, sin quererlo ni saberlo, Onetti, mientras escribía sus cuentos y novelas, ahondando en lo más profundo de su propio ser y desdeñoso o indiferente a su entorno, se impregnó de un cierto estado de ánimo —el “espíritu de nuestro tiempo” lo llamaba Ortega y Gasset— de sus contemporáneos, y lo transmutó en literatura, de manera figurada, alegórica, dando de este modo, como un autor que leyó con admiración y con provecho —Kafka— un testimonio invalorable sobre los fracasos y frustraciones del mundo en que vivía. Su obra de creación no es sólo eso, desde luego, pero también es eso.

Al crear todo un mundo literario, uno de cuyos rasgos centrales es el rechazo de la realidad real —concreta e histórica— por una realidad ficticia —subjetiva, imaginaria, literaria—, actitud que comparten tantos personajes que ella es casi un denominador común de los sanmarianos, Onetti construyó un poderoso símbolo, de gran belleza artística, de América Latina. Mejor dicho, de su fracaso histórico y social, de su subdesarrollo político y económico, de su lentísima incorporación a la modernidad. Y, al mismo tiempo, de la aparente contradicción que significa frente a esto la riqueza creativa de tantos latinoamericanos en los campos de la poesía, las artes plásticas, la danza, la música, la artesanía, el cuento y la novela. Como los héroes de Onetti, desde tiempos inmemoriales —desde los años coloniales sobre todo—, los latinoamericanos acostumbran rechazar el mundo real y concreto, y sustituirlo por espejismos y quimeras, distintas formas de irrealidad, desde las abstracciones y dogmas de la religión hasta las ideologías revolucionarias disfrazadas de leyes de la historia. América Latina ha sido tierra propicia para toda suerte de utopías sociales, y los redentores sociales mesiánicos tipo Fidel Castro, el Che Guevara, el Comandante Cero y, ahora, el Comandante Hugo Chávez han encandilado más a los jóvenes y a las supuestas vanguardias políticas que los líderes y gobernantes democráticos, pragmáticos y realistas que trataban de jugar el juego de la realidad (nadie se acuerda de ellos). Todo lo que sea sueño, fantasía, apocalipsis, fuga hacia lo imaginario, ha prendido en América Latina con facilidad, y, viceversa, los empeños por enraizar las empresas políticas y sociales en la realidad, siguiendo los ejemplos exitosos —los de los países democráticos y libres y sus políticas reformistas— han fracasado por ese desapego “sanmariano” continental por lo racional y posible en nombre de lo irracional y onírico, es decir, lo imposible. Esa disposición, catastrófica desde el punto de vista político, social y económico y razón de ser de nuestro subdesarrollo, ha servido, paradójicamente, para estimular las aventuras imaginarias y producir creaciones literarias y artísticas de gran fuerza y originalidad, como son las utopías y mitologías creadas por un Borges, un García Márquez, un Rulfo, un Cortázar y un Carpentier. Y, por supuesto, un Onetti. Curiosamente, es éste quien, pese a su desprecio por la literatura comprometida y su desdén con las obras literarias con mensaje, gracias a su intuición, sensibilidad y autenticidad, fantaseó un mundo que, de esa manera indirecta y simbólica del arte para expresar la realidad, mostró una verdad profunda y trágica de la condición latinoamericana. Como sus antihéroes sedentarios, apáticos y en fuga constante de sí mismos, América Latina ha preferido también la imaginación a la acción, el delirio a la realidad, y así le ha ido. ¡Pero qué hermosas fantasías ha sido capaz de generar!

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Juan Carlos Onetti en tiempos de “El astillero”.

Foto: Archivo El Litoral