La vuelta al mundo
Honduras: jugando al golpe de Estado
La vuelta al mundo
Honduras: jugando al golpe de Estado
Rogelio Alaniz
A Manuel Zelaya lo sacaron de su casa en piyama, lo trasladaron a un aeropuerto, lo subieron a un avión y lo depositaron en Costa Rica. Los militares suelen ser decididos, pero no muy imaginativos. Hace cuarenta años, en Ecuador hicieron algo parecido con Velasco Ibarra. También lo levantaron de la cama en piyama y lo pusieron en un avión. Aquella vez el destino fue Buenos Aires. Se dice que con Salvador Allende quisieron hacer lo mismo. Pero Allende no era Velasco Ibarra ni Zelaya. Pero esa es otra historia que prometo narrar en otra ocasión.
Honduras es un país pobre e injusto. En su momento fue una típica republiqueta bananera, integrada por oligarcas insensibles, militares brutales y políticos aspirantes a dictadores. Honduras es, como se hubiera dicho en otros tiempos, una típica neocolonia yanqui. Lo es por su dependencia económica y por su sometimiento cultural. Su clase dirigente es la principal responsable de esta situación. A juzgar por los hechos, no ha cambiado mucho. El setenta por ciento de la población vive en la pobreza, los índices de mortalidad infantil, desnutrición y analfabetismo son altos, y la conducta de su élite dirigente es deplorable.
Zelaya, como no podría ser de otra manera, pertenece al tradicional grupo oligárquico que rota en el poder desde siempre. Llegó a la presidencia de la Nación apoyado por los sectores más rancios de la oligarquía. Y, por razones misteriosas, en algún momento rompió con ellos, o con algunos de ellos. Luego se pronunció a favor de las causas populares y no tuvo pudores en admitir que su modelo de estadista era Chávez. Quien lo conoce asegura que de Chávez lo que le interesa es su habilidad para perpetuarse en el poder y su chequera. Nada más y nada menos.
Algunos consideraron que Zelaya se había izquierdizado. Los que saben de los devaneos y las ambiciones de personajes como Zelaya desconfiaron de su conversión ideológica. Populachero, desmesurado con las palabras y los gestos, demagogo y oportunista, en Honduras era conocido por sus grandes bigotes -debidamente teñidos de negro- y su sombrero de alas anchas que lo hacía parecido a una versión caribeña del mítico “Malevo” Ferreyra.
Las desmesuras de Zelaya, sus ambiciones de perpetuarse en el poder, sus fanfarronadas y vulgaridades pertenecen a las típicas puestas en escena del folclore político hondureño -¿por qué no latinoamericano?-, donde oficialistas y opositores suelen tener comportamientos parecidos. Digamos que en Honduras el problema no es Zelaya, o un militar golpista o un juez que legitima los golpes de Estado; el problema en Honduras es la cultura política de una clase dirigente decidida a actuar de manera brutal para defender sus intereses.
Ni los señores de la Corte Suprema de Justicia, ni los dirigentes opositores hoy representados por Micheletti, ni los militares entorchados ignoraban que el golpe de Estado iba a promover una ola de condenas internacionales que incluiría al propio Obama. Lo sabían, pero esa certeza no les impidió actuar de la manera que saben: forzando las leyes o violándolas descaradamente. No inventan nada, hacen lo que saben hacer.
En el caso que nos ocupa, el conflicto se desencadenó a partir de la pretensión de Zelaya de convocar a una Asamblea Constituyente con el objetivo manifiesto de legitimar su reelección. Nada original por parte de estos caudillos populistas. Los políticos opositores se oponen; un juez, medio amigote, medio socio, redacta un fallo judicial para bloquear la iniciativa, y después, en alguna sobremesa compartida con generales y coroneles, se planifica el golpe de Estado.
Zelaya subestimó a los militares. Creyó que en el actual contexto internacional no se iban a animar a asaltar el poder como en los mejores tiempos de la Guerra Fría. O supuso que las condenas de la OEA o de otros jefes de Estado los iban a frenar. Está visto que se equivocó. Cuando despertó la madrugada del domingo con los fusiles casi tocándoles los bigotes, debió haber recordado algunos episodios de la historia de Honduras y, en los rasgos singulares, de las democracias bananeras del Caribe.
Como para que nada faltara al simulacro, una pistola amartillada en la sien lo obligó a redactar una renuncia al Congreso. La operación tenía su sentido. Los militares se justificaban diciendo que habían actuado en defensa de las leyes y la Constitución; los parlamentarios vencían algún prurito de conciencia republicana. En estos casos, una mentira oportuna siempre es necesaria.
De todos modos, las imágenes de las pantallas de televisión no dejaron de llamarme la atención. A diferencia de otros escenarios golpistas, en los que el terror transformaba a las calles de las ciudades en páramos, ahora se veía a mujeres y jóvenes insultando a las Fuerzas Armadas y, en más de un caso, intentando agredirlas. En otros tiempos, por mucho menos que eso, los atrevidos hubieran ido a la cárcel o al cielo.
¿Por qué permitían los militares estos desplantes de los civiles? ¿Por qué no resolvían como ellos saben hacerlo esa indisciplina social? Ganas no deben haberle faltado al general Romeo Vásques de ordenar a las tropas que dispararan. Sucede que, a pesar de él mismo y del asalto que perpetra contra las instituciones, no puede permitirse el lujo de una masacre porque el precio a pagar sería carísimo.
Contemplados los hechos desde esta perspectiva, es muy probable que en algún momento se arribe a alguna instancia de negociación. Es probable, pero no seguro. Si bien los militares y sus aliados civiles están dispuestos a resistir las presiones internacionales, saben que en los tiempos que corren se hace muy difícil consolidar el poder a contramano de la lógica política dominante. Incluso los propios factores de poder de Honduras no consideran deseable el aislamiento o exhibir el dudoso honor de ser considerados una de las dictaduras lacras del continente.
Observando los hechos a la distancia -o con la cabeza fría-, se advierte que el mandato de Zelaya concluye dentro de unos meses. Desde esta perspectiva es factible que el punto de negociación sea su retorno a la presidencia con el compromiso de no reformar la Constitución. Todas estas especulaciones las hago a la distancia y con una información provisoria. De todos modos, y atendiendo el desarrollo de las presiones internacionales, no sería nada descabellado suponer un arreglo político más o menos equitativo para las partes. Si así fuera, el golpe de Estado se incorporaría a la gimnasia política nacional, no como el tradicional deseo de instaurar un nuevo tipo de régimen, sino como una jugada más dentro de la compleja partida de intereses políticos cotidianos.
En cualquier caso, el precedente sería peligroso, por no decir gravísimo. Las tradiciones de América Latina en estos menesteres enseñan que recurrir a los militares para resolver intrigas políticas ha sido la peor fórmula que han encontrado los civiles para hacer política y, con frecuencia, firmar su propia carta de defunción.
Zelaya. El depuesto presidente de Honduras saluda durante la reciente cumbre del Alba en Managua, que trató con urgencia el ataque a la institucionalidad democrática.
foto: agencia AFP