Llegan cartas
Llegan cartas
De la vieja asistencia pública
Alberto Niel
Señores directores: Desde 1947 y durante muchos años me tocó militar como médico de urgencia y domiciliario en la vieja asistencia pública que, a partir de su primitiva ubicación en la esquina de Garay y 1º de Mayo, cambiará varias veces de domicilio para terminar siendo el Servicio de Urgencia del actual hospital Cullen. Posteriormente, me tocó ser secretario y luego director de la institución. En ese lapso, viví intensamente y de manera acelerada múltiples situaciones de toda índole y conocí a infinidad de personas en situaciones variadas: emocionantes, trágicas unas, y agradables y pintorescas otras, que han quedado grabadas indelebles en mi recuerdo.
Entre los personajes de antología que desfilaron por la vieja asistencia figuran dos cuyos apellidos comenzaban coincidentemente con R, que fueron muy bien recordados por los escasos gerontes sobrevivientes que compartieron los episodios que describiré y que se sonreirán seguramente con la evocación. El Dr. R era alto, corpulento y siempre en actitud de inspiración permanente, sacando pecho, actitud que exageraba cuando se tomaban fotos. Era todo un caballerazo: amable, atento, sociable, de fluida y rica conversación, querido y apreciado por sus múltiples amigos. La característica que lo inmortalizó para ingresar en esta antología fue su condición de neurótico hipocondríaco con un exagerado temor a las enfermedades (nosofobia) que lo llevó a tomar exageradas medidas de antisepsia y asepsia para evitar contagiarse. En la asistencia, todo el personal, a poco andar, le tomó el tiempo y ni corto ni perezoso sus andanzas eran motivo de comentarios jocosos. Pasó como en las escuelas, en donde los alumnos no le dejan pasar una al maestro, al que tienen perfectamente estudiado en sus debilidades. Así fue como los temores exagerados del colega pasaron a ser motivo habitual de jolgorio en las reuniones nocturnas de asado y mate que montaban los enfermeros, choferes y personal de servicio y que —por supuesto— exageraban, en las largas noches de vigilia, a la espera del llamado despertador, tan proclives a la narración de hechos y sucedidos, que tomaban un colorido especial e inolvidable. Contaban que cuando hacía las visitas domiciliarias a los ranchos del suburbio, abría la puerta de entrada con los codos, inhalaba profundamente el aire del exterior como quien se dispone a bucear, interrogaba desde el umbral y recetaba conteniendo la respiración hasta el final. Exhalaba al salir o, cuando la consulta se prolongaba, a intervalos, retomando el aire de afuera. Cuando retornaba acudía presurosamente a la sala de guardia, se arremangaba hasta los codos y se desinfectaba prolijamente con tintura de yodo las manos y los antebrazos. Piensen ustedes que las guardias eran de 24 horas corridas y las visitas menudeaban. Cómo fue que pudo trabajar nada menos que en la asistencia pública, soportando ese suplicio chino durante largos años, escapa de los límites de mi comprensión, en lugar de buscar un quehacer profesional más soportable... por lo menos para él y su fobia.