Murió De los Santos

¿Desapareció La Llorona?

José Luis Pagés

A los 73 años murió Rodolfo de los Santos, aquel hombre detenido en nuestra ciudad el 13 de marzo del ‘79, bajo sospecha de encarnar ese tétrico y temible personaje a quien la gente nombraba con temor: La Llorona.

De los Santos, nunca en su larga vida carcelaria, admitió ser aquel que aterró a los santafesinos, aunque sí reconoció que pesaba sobre su conciencia alguna historia oscura que nunca reveló.

De los Santos dejó de existir en el hospital Cullen, adonde llegó con un problema pulmonar, cincuenta días atrás procedente de la cárcel. En Las Flores ya no era un presidiario sino un hombre viejo, que había rogado para ser readmitido, porque no soportaba el asilo de ancianos.

A De los Santos le atribuyeron algunos delitos sexuales y otros contra la propiedad; pero en el ‘93 la Justicia lo encontró inimputable. Con el tiempo recaló en el hogar Don Guanella, pero después, en marzo de 2007, regresó por su lugar en la cárcel donde hasta sus últimos días trabajaría en la huerta. De los Santos era un hombre atlético, pero en la alcaidía de Jefatura su estado desmejoró rápidamente. Convertido en colaborador de sus carceleros, los presos lo echaron al patio donde vivió largo tiempo a la intemperie, durmiendo y comiendo sobre adoquines cubiertos de grasa y desperdicios. En tanto, El Zorro, un abusador exhibicionista, nunca se olvidó de molerlo a palos para romperle todos los huesos.

Nunca se sabrá si las terroríficas apariciones de La Llorona fueron funcionales a la dictadura, o si por el contrario desafiaron su poder; pero lo cierto es que bajaba el sol y las madres sacaban a sus hijos de la calle. Los chicos habrían pasado el día entre desconocidos, que tanto podían ser guerrilleros, policías o sicarios de la Triple A, pero a la hora del crepúsculo los tomaban de la mano y les decían dulcemente: “Robertito, vamos adentro que ya viene La Llorona”.

La Llorona era a la noche lo que La Solapa a la siesta. La sola mención de su nombre hacía el efecto del toque de queda, y en contados segundos la ciudad quedaba desierta. Es cierto que eso conviene a cualquier gobierno de fuerza, pero con el paso del tiempo tamaña influencia daría lugar a una insostenible dualidad de poder.

La Llorona era como cualquier fantasma, pero más creíble. Por ejemplo, a diferencia de La Solapa, que prefiere el silencio y rara vez se deja ver en público, ella se mostraba en cualquier callejón oscuro y si no encontraba a nadie a quien sorprender, se tiraba de los pelos y gritaba como una loca histérica.

Mediática como era siempre, buscaba el centro de la escena y si no lo conseguía, sus lamentos -aunque entre bombas y sirenas- se filtraban por cualquier rendija, para llegar a la mesa familiar y ponerles a todos los pelos de punta.

En Coronda, antes que en nuestra ciudad, los problemas entre La Llorona y el poder empezaron cuando algunos decididos padres de familia salieron a la calle para hacerle frente.

Por esa época Coronda, la cárcel y la ciudad entera habían sido declaradas “área de máxima seguridad”, así que las autoridades ya no veían con buenos ojos que un espantajo se permitiera pasear por los techos, atravesar los muros y burlarse de los centinelas.

Además estaba la gente que empezaba a quejarse de la inseguridad y se armaba con piedras, con palos y hasta con armas de fuego para ir contra La Llorona. Así que la jefatura ordenó terminar con el problema, antes de que algunos se envalentonaran más de la cuenta.

Cuando La Llorona abandonó la ciudad de Coronda, el mito se instaló en nuestro medio para repetir su número macabro durante una larga temporada. A veces aparecía en el Parque Sur, otras en el Garay, o en dos y hasta tres barrios diferentes al mismo tiempo.

La situación no daba para más. La policía cazó al primer sospechoso que se cruzó en el camino y lo guardó en la piojera. Durante meses, en el subsuelo de la Jefatura fue exhibido, a los curiosos visitantes, un tipo oscuro, flaco y derrengado. Era el tal De los Santos, malogrado futbolista que había escapado en bicicleta del psiquiátrico de Oliveros. De él decían: “¡Éste es el llorón! Acá lo tienen!”. Así aseguraban en público, lo mismo que desmentían en privado.

Está de más decir que al pobre desgraciado le habían colgado una gallina; pero finalmente la versión oficial hizo efecto, porque la calma renació en la población y La Llorona se fue cuando advirtió que ya nadie creía en ella.

Murió De los Santos, pero difícilmente desaparezca la leyenda. El asunto de La Llorona nunca fue debidamente aclarado y en consecuencia, a más de un cuarto de siglo, a cualquier santafesino le asistirá el derecho de sospechar que no son gatos los únicos que saltan sobre los techos o aúllan por las noches en forma lastimera.

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