Al margen de la crónica

Las desventuras del desamparo

Tiene que levantarse temprano para ir a cobrar. El diario de anoche dice que al número de su documento le depositan hoy la plata. Está esperando los setecientos ochenta pesos desde hace muchos días; demasiados. Las pastillas del corazón se acabaron hace tres días y la agitación casi le hace imposible caminar. Tanto es así, que no pudo ir a su médico de cabecera para que la derive al cardiólogo como cada vez cada dos meses.

Ni siquiera tiene la receta autorizada. Ya no puede viajar en los colectivos que paran a las apuradas, hay que esperarlos mucho tiempo expuestos al frío y el chofer la aterroriza arrancando apenas sube el primer pie.

Antes, cuando Adriana podía ayudar con algo tomaba un taxi, pero Adriana ya no tiene trabajo y sólo se rebusca con la costura, con los que junta poco para mantener a los chicos, porque su marido hace meses que no aporta. Encima tiene un humor de perros. Como para contarle que no se siente bien, que no tiene plata, ni más medicamentos. Ella y José le pagan los impuestos, la luz y el gas. No alcanza para el cable y por eso sólo ve unos pocos canales. En el siete, la presidenta dijo que en poco tiempo los jubilados de todo el país verán rendir sus aportes. Era hora. Su marido aportó muchos años pero murió unos pocos antes de jubilarse, por eso ella es pensionada. A partir de ese momento su vida ya no fue igual. No entiende por qué desde entonces no pudo pagar cuentas, tuvo que pedir la ayuda de sus hijos -que hacen lo que pueden- y siente que, cada cosa que necesita, la tiene que mendigar. No lo comprende. Ayer la llamó José y le dijo que, si tenía algo de plata, no fuera al banco porque hacían hacer cola a la gente en la calle por “esa” gripe y que a ella, con su problema del corazón, le iba a hacer mal. Pero, ¿cómo hacer si sólo le quedan dos pesos? ¿Cómo no se le ocurrió al cajero que es tan amable poner a la gente barbijos como en la tele y dejarlos entrar? Hace tanto frío que ni el tapadito que le regaló la suegra de Adriana y que es grueso la abriga. “¡Dios!, sé que no debo pero, ¿por qué no te acordás de mí? Falta tanto tiempo para lo que dijo la presidenta... No sé si pueda llegar como estoy. Los chicos tienen sus problemas, sus vidas, son jóvenes. No es justo que yo sea una carga”.

Casi ochocientos pesos. Eso le pagan. Su marido trabajó por años y aportó al Estado que le prometió, en el futuro, apenas menos de lo que ganaba mientras era activo. La factura de los remedios casi se lleva todo lo que le pagan y, a pesar de eso, sigue tratando de tener ganas de vivir. Sin rencores, con resignación, sin reclamos. Es una historia pero es igual a muchas historias. No se puede contar en dos mil caracteres. Saberla llevarían muchos más. Pero para entender lo que pasó en el medio, para comprender los porqué, haría falta la ayuda de un mago.