Roberto Arlt (II)

Escritor universal, con lenguaje propio

Rogelio Alaniz

Roberto Arlt engaña. Ésa es una de sus grandes virtudes. Nos hace creer que no está interesado en el estilo y es un gran estilista; los lectores distraídos suponen que su prosa es “popular”, que escribe como habla el común de la gente, e ignoran que por debajo de ese lenguaje aparentemente sencillo hay un formidable trabajo de elaboración literaria.

Arlt escribe un prólogo a “Los lanzallamas” y lo presenta como su manifiesto literario, pero no estoy seguro de que allí diga todo lo que piensa y crea en todo lo que dice.

Digamos que Arlt no muestra todas las cartas del naipe; oculta algunas y, en más de un caso, oculta las más importantes. Todos los grandes escritores lo han hecho; él no tenía por qué ser la excepción.

Los que dijeron que no escribía bien olvidan o ignoran que algo parecido se dijo de Cervantes, Dostoievski, Balzac y, para no ir tan lejos, del propio Horacio Quiroga.

De Sarmiento también se decía que escribía mal. El que zanjó el debate en su momento fue Borges: “Podemos corregirlo, ponerlo en línea, pero jamás podremos imitarlo, es inimitable”. Exactamente lo mismo puede decirse de Arlt.

Algunas aclaraciones, a continuación, son pertinentes. Señalar que el lenguaje de Arlt desborda las convenciones y en ese desborde incluye errores de ortografía o sintaxis no es una luz verde a los nuevos escritores para que descuiden el estudio del lenguaje.

Para ser más claros: Arlt es grande a pesar de sus errores de ortografía. Es grande porque crea un lenguaje propio, funda una singular representación de la realidad, mira lejos y va al fondo de las cosas. A Arlt hay que leerlo y apreciar su calidad literaria, sus procedimientos narrativos, la ética de su escritura. Admirar a Arlt por sus errores de ortografía es tan peligroso y frívolo como ese aspirante a poeta que, para parecerse a Dylan Thomas, empezó por emborracharse y no por leer en serio sus poemas.

En una de sus habituales conferencias sobre el tema, Ricardo Piglia señaló que Arlt seguía estando por delante de los escritores contemporáneos. Es verdad, no porque lo diga Piglia, sino porque es lo que se desprende de su obra. Justamente, la marca en el orillo de todo gran escritor es la de haber superado las pruebas del tiempo. Sé de escritores que en vida fueron famosos, verdaderos best sellers que se consumían como pan caliente, pero en la actualidad a sus libros no se los consigue ni en los locales de usados. Hugo Wast es uno de ellos.

Con Arlt no pasa lo mismo. Por el contrario, persiste en estar de moda; demasiado, para mi gusto, y seguramente, para el suyo. Todos los años hay un acto, una conferencia que lo evoca o lo investiga. Es probable que si él viviera estuviera algo fastidiado por tantas honras, pero lo cierto es que sus libros se siguen editando y, por sobre todas las cosas, leyendo.

Todas las semanas, se me ocurre, hay un joven, una chica, que se acercan a “El juguete rabioso” o dedican todo el domingo a la tarde para leer los cuentos de “El jorobadito”, para descubrir de pronto un universo que no conocían, un universo del que nunca más podrán apartarse porque allí están las cosas que importan en la vida: el dolor, el remordimiento, la culpa, la esperanza, la redención.

Arlt estuvo alejado de las academias, de los llamados círculos respetables, los mismos círculos que le negaron a Borges el premio nacional de literatura en 1942. Sin embargo, se equivocan los que creen que fue ajeno a las estrategias de promoción literaria. Las hizo y las desarrolló, pero él eligió con quién las hacía y cómo las hacía.

Arlt cultivó la relación con escritores y poetas, con editores y empresarios del periodismo. Si no lo hubiera hecho, jamás habría podido publicar sus libros. Fue amigo de Güiraldes, que lo recomendó para que editaran “El juguete rabioso”. En aquellos años, una franja importante de la gran literatura se producía en las inmediaciones de las redacciones de los diarios. En ese ambiente, Arlt no era un marginal, todo lo contrario. Onetti, que lo admira casi hasta la exageración, recuerda que, por aquellos años, en el ambiente de los escritores bohemios, Arlt era algo así como el árbitro de lo que valía y no valía en literatura.

Otra de las pruebas de su genio literario es que los grandes escritores que vinieron después no pudieron eludir su influencia. Todos, de alguna manera, son más o menos tributarios de su obra. Hasta Borges, que a veces lo ningunea un poco, debe admitir que el cuento “El indigno” no es ajeno a la indignidad que comete Silvio Astier delatando a sus cómplices para conocer y poner a prueba esa “fuerza extraordinaria que hay dentro de mí”.

Se dijo de él que su obra retrata con pinceladas de un realismo brutal las miserias de la Década Infame. Son macanas. Los principales libros de Arlt están escritos antes del golpe de 1930 y “Los lanzallamas” fue publicado en 1931. Si alguna importancia literaria tiene saber qué tiempo histórico representan los escenarios de Arlt, hay que decir que ese tiempo histórico es el de los años de Yrigoyen. ¿Yrigoyen es el responsable, entonces, de la miseria existencial de esos años? Para nada, pero a estos callejones sin salida, o con salida al absurdo, nos conducen aquellos aspirantes a sociólogos que creen ver en cada novela un espejo de la realidad, un espejo que refleja una imagen que -sospechosamente- siempre coincide con sus dogmas ideológicos.

Arlt personaje histórico por supuesto que tenía ideas políticas. De una manera muy general, podía decirse que era un duro crítico del capitalismo y de la denominada cultura burguesa. No se le conocen afiliaciones partidarias y, en general, la política práctica era un tema que lo aburría o lo exasperaba. Con las precauciones del caso, se lo podría calificar como un intelectual de izquierda, más un rebelde que un revolucionario y más cerca del anarquismo que del marxismo.

Arlt, en muchos puntos, está más relacionado con el universo de Enrique Santos Discépolo que con el de los orgánicos y disciplinados militantes del Partido Comunista. Hay una célebre polémica publicada en la revista Bandera Roja entre Arlt y el jefe del comunismo argentino, Rodolfo Ghioldi.

Ghioldi trata a Arlt como un pequeño burgués que se resiste a aceptar la verdad proletaria. Arlt le contesta con su estilo socarrón, callejero, algo divertido y algo populista. Por supuesto que su texto es mucho más simpático que el de Ghioldi. Disparatado, caótico, en sus palabras hay más vitalidad que en las heladas y lapidarias palabras de Ghioldi, quien no se cansa de acusarlo de pequeño burgués, como si él alguna vez hubiera trabajado en una fábrica o, simplemente, hubiera trabajado.

Leyéndolos a los dos, comparando la frescura de uno y la rígida chatura burocrática del otro, una vez más puede decirse que en estos casos, como en tantos otros, es preferible equivocarse con Arlt que tener razón con Ghioldi.

Es una inútil pérdida de tiempo pretender encasillarlo a Arlt en alguna tribu política. Nunca estuvo allí, pero, si por casualidad hubiera estado, lo más valioso de él habría sido siempre su obra literaria.

Quien esté interesado en conocer cómo se vivió y se sufrió en los años treinta que lea libros de historia, que los hay y muy buenos. En Arlt lo que importa no es el testimonio sociológico o de lo que sea; lo que importa es la creación literaria, que siempre es algo más que un ensayo histórico o un tratado filosófico.

La obra de Arlt vale porque con el lenguaje de la mejor literatura pone en un primer plano los dilemas más profundos de la condición humana. Esto es lo que lo hace actual y universal. Lo demás, su identidad política, sus criticas al capitalismo, sus obsesiones personales alrededor de las patentes de invención, son interesantes para reconstruir su biografía, para acercarnos al autor. Pero siempre es necesario insistir en que lo más importante del autor está en sus libros, no en otro lado.

Hay que leerlo. No hay vuelta que darle. Leerlo con la misma intensidad que le pide a su primera mujer Carmen Antonucci: “Por eso no encontrarás aquí doradas palabras mentirosas, ni verás asomar el pie de plata de la felicidad, pero tú, que eres comprensiva y tan amiga mía , recíbelo como recibiste mis otros libros escritos bajo tu mirada pensativa”.

Escritor universal, con lenguaje propio