Jinete en su palmar de oro

Por Eduardo Mileo (*)

“Un palmar sin orillas”, de Francisco Madariaga. Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2009.

El río que asoma en estas páginas es de un agua espesa. Oculta a pleno sol su contenido bajo un manto de historias. No lleva sólo lo que deja ver; se agranda en el silencio del lodo que levanta. No es el río de un paisaje sino el río de una gente. Y no es sucio, sino embebido de historia.

En los esteros, el canto aclara el agua. A través de aindiados ojos se ve un mundo desaparecido, aterrado de su infancia. Y también otro que es ese mismo pero renacido a la luz de la poesía, con los ojos puestos en un horizonte que es música. El ritmo es el del paso del caballo.

En el río florecen las canoas como flores de un camalote colosal y se agitan los colores políticos bajo un sol inclemente. Ya los cuchillos del agua brillarán en la contienda. Y todo pasará, salvo el crepúsculo.

Azafrán, amarillo, sangre de sol sobre la Tierra. Este paisaje es la bandera de la tierra natal. Flamean al viento su angustia, su dilatado corazón y sus estrellas. No conoce el sosiego: es la bandera de un pueblo que trabaja. Marginados, humildes del último rincón de la humildad, duermen bajo techo en el poema. La necesidad es su alimento. Pero viven. Se los ve en el amor del hombre por su tierra.

La tarde de oro desciende de sus tigres. Delirio, fuego, sangre, ya bajan a beber: caballos que la vida invoca con su ritmo. Compañeros del solo, del que musita una música de locos, del que canta porque siente que no hay nada más en el mundo, o que el mundo sin más no merece la vida. Insignias del que entiende que no hay historias, y que escucha la música en ellas. Lo que dicen, lo que callan. Sonido y silencio. Toda palabra es un corazón que bombea.

La palabra que es la cosa gobierna el pensamiento. Magia. Creación de un mundo que ya estaba. Había nada más que descorrer el velo. Y el paisaje entonces era el modo de hacer diálogos. Mitología de la imagen: apariciones, hadas, terrores que, como un perro, se acercan a olisquear lo incomprensible.

Paisaje como política: no es el estero, no es el bañado, no es la tierra sólo; son aquellos que la habitan, y sin ellos el poema está vacío. En él convergen la ética y la estética, porque son la elección de un lenguaje.

Francisco Madariaga arrea su tropilla de jaguares. No le teme el infinito. Mira, con sus ojos de agua, la lejanía del palmar. Y le dice al oído a su bayo que cabalgue, bajo ese ciclo de fiesta.

(*) Prólogo (acompañados por los de Élida Manselli y Javier Cófreces) a esta cuidada selección de poemas de Madariaga.