Querida estación General Belgrano

Héctor Raúl Viñuela

Hace 50 años, dejé mi provincia natal para radicarme en Misiones. Hace un tiempo leí sobre el destino de la Estación del Ferrocarril General Belgrano. Los recuerdos afloraron en mi memoria con rapidez. La nostalgia no empañó la alegría de aquel día, imágenes y vivencias que atesoro no sintiéndome dueño de ellas, porque la mente de aquel niño las hizo suyas.

Esa noche del año 1945, con apenas 9 años no podía dormir, pensando en mi primer viaje en tren a Santa Fe. Vivía en Naré, en esos tiempos distancias de 100 kilómetros, para un niño de mi edad, rayaban la aventura. A las 8 de la mañana, estaba en el andén esperando nervioso, y con muchas ansias al cochemotor que venía de San Cristóbal. Escuché el peculiar silbato, e inmediatamente lo distinguí envuelto en la bruma matinal, y me invadió una alegría tan grande... Al subir, me impresionó el interior, tan limpio y prolijo, que hasta el aire parecía diferente.

Las mujeres, elegantemente vestidas, los hombres con impecables trajes, chalecos y corbatas. Entre ellos no faltaban gauchos, vestidos con todas sus galas, pañuelo al cuelo, tipo galleta, chaquetilla de lujo, un buen sombrero de alas anchas de paño, botas acordeonadas brillando como un espejo y apretando una hermosa bombacha con nido de abeja, la infaltable rastra, de hebilla, las iniciales en oro de su dueño, y rodeándola, cantidad de monedas de plata, y una guayabera, un ponchillo cubría una cartera, sobre sus rodillas. Hoy, salvo fiestas de cierto nivel, tal vez no se encuentre tanta elegancia y un silencio tan respetuoso. La hora y media del viaje pasó volando. Yo ya me sentía importante, calculando las caras de mis amigos cuando les contara lo vivido.

Llegamos a Santa Fe, y al bajar y ver la terminal quedé como embobado, mirando lo colosal que era, esa estructura de acero y chapas, con paredes monumentales. No salía de mi asombro. Se sumaron el eco que se producía al retumbar el ruido de los trenes entrando o saliendo, el grito de los “canillitas” ofreciendo los diarios; el changador esperando con su carro de dos ruedas. Al salir, el quiosco de revistas (El Gráfico, El Tony y Patoruzú, entre otros) con caramelos, chocolatines y por supuestos los ricos alfajores, como no había ni hay, los santafesinos. Cómo olvidar los lustrabotas (así se los llamaba), y el clásico “¿con cera Señor?” y el del cliente “no me ensucies las medias”, mientras ponía al píe sobre el cajoncito. Con qué esmero y amor propio lustraban, dándoles el toque que cada artista le da a sus obras, mientras charlaban con sus clientes de los acontecimientos mundanos, pero también, en muchos casos, haciéndolos partícipes de sus alegrías o penurias. Desgraciadamente, se ha perdido mucho de esa confidencia, y la cordialidad y respeto encarnado en ese personaje tan apreciado.

Los taxis esperaban. Nos abría la puerta ese hombre que sólo con la mirada se hacia acreedor a la mal llamada propina, ya que era el justo pago de sus servicios, que es lógica consecuencia de un mundo de mutuo respeto. “¿Adónde?”, preguntaba el chofer, “al centro” era la respuesta más corriente (el centro era San Martín y...).

Algunos, antes de ir al centro iban a desayunar, a un bar, creo que se llamaba El Rosedal. Allí fuimos ese día. Nos sirvieron el famoso “completo”, café con leche, medialunas, manteca y dulce de leche, ¡qué exquisitez! Luego fuimos al centro, que ya no me impresionó, al compararlo con la emoción vivida en la estación de trenes.

¡Cómo olvidarte histórica estación, si fuiste parte de mis alegrías, y la de tantos! ¡Cuántos recibimientos y despedidas presenciaste, con llantos o risas!, pero ¿cuál más emotiva? Cuántos pedidos de “volvé pronto”.

Fuiste en esa vorágine de ruidos, con tu silencio, testigo y compinche de verdades y mentiras, de logros y fracasos, de juramentos desesperados a sabiendas de no cumplirlos, pero que alentaban ilusiones, efímeras, pero ilusiones al fin. Eras el lugar adecuado, predilecto, para forjar sueños; dabas momentos de felicidad a tantos necesitados de soñar.

El mundo actual mató esa hegemonía de cordialidad y respeto que hacía a la armonía del buen vivir. Tratemos de rescatar lo que atestiguó ese ayer, costumbres que tal vez no vuelvan, pero que no han sido olvidadas. Laten en la Estación todos los corazones, como el de ese niño, que tuve la suerte de ser.

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Los personajes que rodeaban la estación hace más de 50 años.

foto: colección florian paucke.