De cómo You Kung destruyó la montaña

Paolo Paolini (*)

Personas, objetos, colores, olores, voces, manjares... en la mente de quien está lejos tienden a mitificarse. Sabes que no es así, pero quieres que sea así y así lo fijas en tus recuerdos. Bastaría apenas preguntarte por qué te marchaste, o por qué te viste obligado a marcharte. Pero no lo haces porque el mito es lo único que posees.

¿Regresar? Ni hablar. Sería mezclar los recuerdos con la realidad. Mejor quedarse y guardarse el corazón henchido de aquello que “cada día se vuelve más real”. Es lo único que tienes; no puedes decirte que ni siquiera eso exista.

Nuestra mente -escribe Damasio- no almacena “copias de cosas, sucesos, palabras o frases. El cerebro no archiva fotografías Polaroid de personas, objetos y paisajes; ni grabaciones de música y discursos; el cerebro no archiva filmaciones de escenas de nuestra vida...”.

Más allá de Eva Brann -que define a la memoria como un “depósito de la imaginación”- va Frederick Barlett, que en “Remembering” afirma la “no existencia de la memoria” sino sólo la existencia “del proceso dinámico de recordar. Recordar no es un recitar de infinitas huellas fijas, fragmentarias y desprovistas de vida; es en cambio una reconstrucción -o una construcción- plena de creatividad. Es difícil [por lo tanto] que tal reconstrucción pueda ser exacta y no es en efecto importante que lo sea”. Si, como escribe Coleridge, la fantasía “no tiene otras fichas con las cuales jugar más que con las cosas fijas y definidas... [y] debe recibir todos sus materiales ya listos de la ley de asociaciones”, el recuerdo no es un fruto que le pertenezca. No nace allí.

El recuerdo no nace de la fantasía sino de la imaginación, “que disuelve, difumina, disipa, con el fin de re-crear”. Es decir, como dice Freud, “el recuerdo puro no existe” y “en todo momento nuestra mente recrea, cree recordar pero elabora... y nunca un recuerdo es igual al mismo de un instante antes”.

El recuerdo no es otra cosa que un producto cultural. No es una foto Polaroid, y si se transforma en Polaroid, cambia su naturaleza y se transforma en mito. Producto cultural también él, también él fruto de la imaginación, pero funcional y sobre todo cristalizado.

La producción de mitos a menudo parece ligada al pasado. Al límite ahora tiende a vérsela ligada a las grandes empresas de comunicación, solapada. No es así. La producción de mitos todavía está viva. Los mitos nacen, se producen y viven también hoy en nuestra mente. Y, exactamente como en los tiempos de Homero, algunos de ellos permanecerán personales, y no podrán más que morir con su creador, mientras otros crecerán y se transformarán en nuevos Vellocinos de Oro.

América del Sur es por antonomasia una tierra de mitos. La Pachamama te acompaña, puedes respirarla. Se identifica con esa naturaleza que por momentos llega a oprimir. El gaucho vive en cada caballo al galope que encuentras en la pampa-océano. La patria, abandonada y nunca olvidada de los emigrados, vive en sus bisnietos, que no han visto nunca aquella tierra lejana, que permanece siendo siempre el lugar en el cual la hierba es perennemente verde y adonde se habla una lengua dulce que nadie conoce pero que todos aman.

Incluso si la tierra que te ha recibido te acuna, te ofrece espacio, te da vida, la tierra donde uno ha nacido está siempre ahí, vívida, en el desconsuelo. Y se convierte en mito.

De Italia, por ejemplo, ningún emigrante recuerda el hambre que lo ha empujado a atravesar el océano.

De Italia recuerda los colores de las colinas, la alegría de los amigos, el amor de las madres, el sabor de sus comidas. Y es esta Italia, reconstruida por el corazón de millones de obreros, campesinos, artistas, que, como la Cólquide, ha logrado atravesar, sin modificarse nunca, nuevos siglos y eras.

Apenas llegué a la Argentina fui acogido y mimado sólo por el hecho de ser italiano. Y yo me preguntaba si no sería justo -si no era justamente mi misión- hablar de hoy, de los problemas del país que hacía poco tiempo yo había dejado y que es tan distinto del que recuerda toda una colectividad. Pero no me animé y sin querer adopté ese mito del “Bel paese”, de aquel país luminoso, de los santos, de los poetas, de los navegantes...

Todo el mundo -en el bar, por la calle- apenas me oían hablar en italiano, tenía un apellido, una historia que lo hacía sentir ligado a mí y que me tenía que contar: “Mi abuelo vino en el 29... Se llamaba Marelli... venía de... no, no me acuerdo el nombre del pueblo, era muy pequeño, en el Piamonte... él se acordaba siempre, nos decía que era hermoso... A los nietos nos hablaba de una colina donde la uva crecía sola y daba ¡un vino...! Mi abuela también era piamontesa, nos hacía dormir cantándonos canciones en un idioma dulce, con su dulce voz... ¿sabés?, ellos no se conocían, se encontraron acá, acá se casaron... Vivían en el campo, ahorrando cada peso que podían conseguir trabajosamente... pero supieron tener sueños... y seis hijos... Uno es médico, dos son ingenieros, las mujeres también estudiaron, sí, todas... Después, excepto una que se quedó con ellos, los hijos se casaron y ahora la familia suma más de sesenta personas... todas con el corazón que dice todavía: ¡Italia! ... No, ninguno estuvo allá... El domingo hacemos una gran fiesta en el campo de una prima, nos reunimos todos... ¿por qué no venís con nosotros?... Así nos hablás de Italia... Sí, en italiano, nadie lo sabe pero todos lo entienden... Vamos a hacer bagnacauda y Agustín amasará tallarines... sí, caseros, frescos, con ragú como los que hacía la nonna”.

Y yo, italiano recién llegado a la Pampa Gringa, fui recibido así durante tres años. Como en casa. Con admiración, quizás incluso con un poco de envidia debido a aquella Italia vedada por distintas razones a muchos.

De manera que decidí contribuir callando algunas verdades, para mantener vivo el mito. Convencido, por otra parte, de que lo contrario habría sido una batalla, aparte de injusta, imposible de ganar.

No importa lo que uno pueda hacer o decir, el mito siempre es más fuerte. Resiste. Puede que evolucione. Se “modernice”. Pero no muere.

Creía todo esto hasta que, en junio pasado, cuando los diarios empezaron a contar lo que pasa en Italia, en la calle empezaron a llamarme “papi”.

¿Puede un hombre destruir una montaña?

(*) Italiano, residente de hace pocos años en la Argentina.

(Traducción de Enrique Butti.)

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