Luis Tarullo
(DyN)
El perdurable y preocupante desapego argentino al respeto y al fortalecimiento de las instituciones parece no reconocer excepciones, y desde hace largo tiempo el sindicalismo, especialmente el encarnado en la CGT, es uno de los tantos ejemplos de ello.
El esquema gremial argentino, de acuerdo con los principios liminares con los cuales se lo concibió, fue modelo de organización de los trabajadores en la región e, incluso, en el mundo. Y el sistema de obras sociales también significó, cuando surgió varias décadas atrás, otro avance en los derechos de los asalariados, específicamente en uno tan fundamental como el acceso a la salud.
Pero en simultáneo, los institutos sindicales contuvieron en sí mismos el germen contaminante que anida en los ámbitos de poder, que son presa de la puja de intereses, tanto intestinos como exógenos. La indisolubilidad de la aleación sindicato-obra social fue fundamental para que se profundizara ese proceso que se manifiesta periódicamente, pero especialmente durante los gobiernos justicialistas, signo al cual adscribe la CGT desde la etapa fundacional en la que se gestó tal como hoy es conocida.
Así, las jornadas de acciones por el cumplimiento y la defensa de los derechos de los trabajadores fueron siendo reemplazadas por las batallas por el manejo y el control de un sistema en el que, simultáneamente -y esto no es casualidad-, las obras sociales, aposentos de cajas millonarias, fueron convirtiéndose en la quintaesencia del poder sindical.
Y lo que en su origen fue una amalgama de organizaciones con un destino definido, terminó en lo que es hoy: prácticamente un amontonamiento de dirigentes que, más allá de que están obligados a seguir cumpliendo con el deber de velar por sus representados, dedican gran parte de su tiempo a pulsear por el interés sectorial individual y terminan siendo funcionales al gobierno de turno.
El aggiornamiento del sistema y la recuperación, al menos parcial, de su independencia jamás llegaron. Y hay fundadas dudas de que ello ocurra en lo inmediato. Si es por antecedentes, sólo hay que repasar las últimas tres o cuatro décadas -tanto en democracia como en dictadura-, que incluyeron hasta luchas fratricidas en el gremialismo.
Hubo un atisbo de cambio en la era más reciente, cuando nació lo que se dio en llamar el sindicalismo alternativo, encarnado en la CTA. Se priorizó una participación más directa de los trabajadores, pero luego, salvo las recurrentes apelaciones a las diferencias ideológicas con la CGT peronista, ese esquema también pareció anquilosarse.
Por estos días, la CGT vuelve a ser víctima de los propios males que ella misma engendró, y se muestra como el paciente severamente enfermo que acude a los placebos que, como se sabe, en definitiva sólo producen mejoras aparentes o transitorias.
En sólo semanas, los jefes sindicales pasan de la pelea a la reconciliación y, nuevamente, a las escaramuzas. Entonces, la consecuencia es inevitable: una central sindical paralizada, siempre dominada por un reducido grupo de dirigentes que consolidó su relación con el poder gubernamental y se mueve al compás de las concesiones mutuas, y al que debe subsumirse otro grupo más amplio de dirigentes para poder tener la gracia oficial y su compensación.
Pero hay más en esta historia del sindicalismo argentino, que, si se lo propone, podría tener un destino más honorable y recuperar el sitial que alguna vez supo ocupar ganándose la jerarquía de institución. Hay un avance cronológico que inevitablemente va a hacer mella en el sistema gremial. No son pocos los dirigentes que orillan las seis o siete décadas de vida, y aún más. Y de manera unánime buscan perpetuarse en los tronos de sus organizaciones, como si tuvieran la gracia de la inmortalidad.
Más aún, hay algunos que parecen competir para el Guinness en cuanto a permanencia al frente de los sindicatos, batiendo récords, uno tras otro. Y, a diferencia de otras épocas, tampoco parecen estar gestando herederos políticos, salvo el caso del jefe de la CGT, Hugo Moyano.
De todas maneras, no hay que olvidar la responsabilidad de quienes los eligen, que son los afiliados. Obviamente, si hay dirigentes que hacen merecimientos suficientes para ser reelegidos -que indudablemente los hay-, no tienen por qué ser cuestionados. Pero también es una realidad que perduran estatutos amañados, hechos a la medida de las conducciones, que facilitan su reelección.
Y cabe la pregunta del millón: si a un presidente o gobernador se les impide la reelección indefinida, ¿cuál es la prerrogativa para que en otros ámbitos, como el gremial, se permita ese mecanismo? Ante la propuesta de cambios al respecto, podrá decirse, apelando a una frase tan vernácula y rebosante de preocupante escepticismo y resignación, que “Hecha la ley, hecha la trampa”, y que los dirigentes podrían eternizarse igual, alternando puestos en las conducciones.
Pero lo ideal, justamente, es hacer una ley que no dé lugar a las trampas. Podrá preguntarse, también, cuál es el derecho de los demás -o sea, del resto de la sociedad- a inmiscuirse en organizaciones privadas que tienen su autonomía y que, en definitiva, son responsables de sus propios destinos. Pero puede contraponerse, sólo por poner un ejemplo, que esos entes ya han excedido los límites propios y hay varios cuyos platos rotos los están pagando muchos más que sus afiliados.
Y es innegable también que varios de esos dirigentes, en un sistema republicano, no pueden -ni deben- sacarle el cuerpo a la responsabilidad que tienen en la construcción de esa realidad carente de prosperidad. En ese marco, se observa un hecho, ya mencionado, que añade incertidumbre, cual es la ausencia de figuras de recambio.
No aparecen, pero seguramente hay casos en los que no las dejan aparecer. Ya ni siquiera se trata de pretender lo que históricamente se conoció como “cuadros”, con formación sindical e ideológica sólida, sino al menos de dirigentes emergentes que conciten algún grado de adhesión o interés y aporten nuevas ideas. Hubo algunas excepciones en los últimos años, pero son más aquellos que, ante algún atisbo de aparición, han sido cooptados por sus propias organizaciones o por el poder político. Y todo se ha ido reduciendo a un toma y daca donde terminan confundidos los roles, pero no los intereses. Siempre hay tiempo para cambiar, pero ello debe estar acompañado por la voluntad.
Y hoy la realidad indica que, así, mientras en algunos ámbitos o situaciones se imponen y tratan de justificarse cuestionables cambios de “modelo” en aras de un supuesto bien común, en otros se permiten, e incluso se abonan, privilegios hasta ahora sempiternos.