Nuestra Negra querida
Nuestra Negra querida
Rogelio Alaniz

No recuerdo que nunca se hayan juntado tantas generaciones para despedir a la mujer que nos acompañó, nos representó y nos hizo felices durante tantos años, años largos, difíciles, sinuosos, años de silencio y oscuridad, de esperanzas y derrotas, de ilusiones y fracasos, nuestros años en definitiva.
Durante casi una semana estuvimos esperando el desenlace. Como escribió Homero Manzi: “Hubo lágrimas largamente esperadas para su ausencia”. Algunos la lloraron antes, otros la lloran ahora; muchos la llorarán mañana. En mi casa la acompañamos en estos días escuchando sus canciones, esas canciones que ella seleccionaba con tanto rigor para transformarlas en pequeñas obras de arte porque, importa decirlo, fue una rigurosa profesional, una profesional exigente y severa con ella misma.
Mientras escribo esta nota miro la pantalla del televisor por donde desfilan hombres y mujeres que la lloran desconsoladamente. Algunos llevan flores en la mano, otros crucifijos, algunos las tapas de un viejo disco o la foto de ella. Son de todas las edades y las condiciones sociales. En un país dividido y rencoroso la muerte de ella provoca una curiosa unanimidad. Para pensarlo.
Bajo hasta el kiosco a buscar los diarios. No hay gran cosa. Mercedes Sosa murió a las cinco de la mañana y la noticia no entró en la edición del domingo. Lo más importante me lo dice el vendedor de diarios. “Fue la banda de sonido de nuestra vida”. Murilo Mendes escribió alguna vez: “La poesía sopla donde quiere”.
Con el riesgo de pecar de sentimental -imposible no hacerlo cuando se habla de muerte- diría que en estos días en todos los hogares de los argentinos estuvo presente la voz de ella. Fue como una cita tácita, como una despedida, como un ramo de flores recién cortados o como una oración colectiva que se levanta para decirle adiós a una gran mujer, para muchos de nosotros una hermana, una amiga, una compañera; para los más jóvenes una madre, como lo dijera con conmovedora fidelidad Charly García, el mismo que admitía que la Negra era la única mujer a la que no podía no hacerle caso.
“Cuando muere un cantor se muere un sueño” afirma el poeta. Ella fue nuestro sueño y nuestra vigilia, nuestro consuelo y nuestra nostalgia, nuestra alegría y nuestras lágrimas. Con los cantores populares, los verdaderos y los buenos, pasan esas cosas. No redactan leyes, no firman decretos, no ejercen cargos importantes, pero dejan una marca, una caricia imborrable en el corazón de cada uno.
Recuerdo aquellos años. ¡Cómo olvidarlos! Vacío, dolor, pena. Entonces la voz de ella era esa pequeña y persistente lucesita, que nos recordaba que la vida merecía ser honrada, que no todo estaba perdido. Podíamos sentirnos solos, desterrados, pero la escuchábamos cantar los poemas de Violeta Parra y algo cambiaba, tal vez no mucho, pero en aquellos años ese cambio era suficiente, incluso indispensable. Entonces ¡cómo no llorarla! Si para los que pertenecemos a la generación de los sesenta ella estuvo siempre a nuestro lado, en las buenas y en las malas, en las duras y las maduras. Fue el grito y el susurro, la confidencia y el lamento. La voz de ella estaba en todas partes, en las tardes de lluvia y en las mañana de sol; en el filo de las madrugadas y en la soledad de la noche.
La dictadura militar pretendió callarla. Pagó con exilio y pena su compromiso artístico y social. Intentaron callarla pero fracasaron. La Negra estaba prohibida en el país oficial, pero sus discos seguían militando en la casa de cada argentino y contra ese acto de fe, o de amor, no hay dictadura que valga.
Mercedes Sosa se murió y, como se dice en estos casos, su canto nos acompañará siempre, pero ya no será lo mismo. La muerte es así, implacable, posesiva e inconsolable. Mercedes Sosa se fue y aunque cueste reconocerlo con ella se va toda una época. Con ella se van jirones de recuerdos, pequeñas y grandes historias, retazos de memoria. Despedirla no es fácil porque sabemos o sospechamos que también estamos despidiendo a nuestra lejana e irrecuperable juventud.
Los cantores populares, los grandes cantores populares relatan nuestras pequeñas y grandes gestas. Son los testigos de nuestro paso por la vida. Toda generación tiene el suyo. La nuestra cuenta con los suyos. No son muchos. Sobran los dedos de una mano para contarlos, pero el lugar de ella está asegurado, siempre estuvo asegurado.
La Negra Sosa cantaba bien y para algunos críticos muy bien, pero en ese canto había otras cosas. Se habla de su compromiso y es verdad. Era una mujer comprometida, pero sería disminuir su talento reducir su compromiso a una sigla política o a una ideología. Más allá de sus vicisitudes personales y de la sinceridad con la que adhirió a una causa, ella siempre se empecinó en profesar una vocación. Pudo haber sido una gran cantante de folclore pero no se resignó a acomodarse en ese sillón. Con lucidez y talento se abrió a todos los géneros y a todos los experimentos. Pocos, muy pocos, logran unir en su canto el sentimiento popular y los desafíos de las vanguardias. Ella lo hizo. Y lo hizo muy bien.
Siempre tuvo el don de estar en el lugar que le correspondía estar. En el exilio, cuando la dictadura enlutó al pueblo argentino; en las tribunas populares, cuando retornó la democracia; en el Teatro Colón, cuando abrió sus puertas para recibirla; en América Latina con Silvio Rodríguez, Caetano, Chico Buarque; con los jóvenes rockeros que la adoraban y con los cuales tuvo una generosidad sin límites, porque además de valiente y recta era generosa como la sombra hospitalaria de los sauces que crecen en las laderas del Aconquija.
Por supuesto que se dio sus gustos. El gusto de ser querida y amada, el gusto de ser respetada y honrada. Yo recuerdo cuando prometió no volver a su querido Tucumán mientras Bussi fuera gobernador. Cumplió con su palabra. Ella siempre cumplía con su palabra. Su sentido de la decencia personal era exigente y absoluto. Mucho más cuando lo que estaba en juego era el honor.
No la conocí personalmente, pero su muerte la sentí de un modo personal. Así sucede con una persona que está en tu casa durante más de cuarenta años. No hacia falta conocerla en los detalles para saber con qué madera estaba hecha. No era una intelectual pero sabía lo que era necesario saber. No asistió a la universidad, pero la vida le enseñó las lecciones intransferibles del dolor y la soledad. Los rigores de la pobreza los conoció en carne propia. También la tristeza infinita del desamor y el desamparo.
En su canto, en el fraseo, en ese tono que no se aprende en las academias sino en la vida, estaba su esencia. La Negra fue grande porque cantaba como nadie, pero su canto era algo más que el arte de combinar los sonidos, ese “algo más” es lo que todos disfrutamos y gozamos. Un cantor grande es alguien que da siempre en la nota justa, pero lo da de una forma singular, diferente. Allí hay una inflexión, un tono, una manera de pronunciar una palabra que nadie puede imitar porque sencillamente es imposible hacerlo.
Mercedes Sosa nació en Tucumán el 9 de julio de 1935. Se dice que dos semanas después de la muerte de Gardel. Raras y sorprendentes coincidencias del “destino maula”. Es como que el Morocho le dio la posta a la Negra para que lo suceda. Mi empecinado racionalismo me impide creer, pero tratándose de ella me gustaría pensar que ese milagro podría haber ocurrido.