“Las flores del cerezo”
El delgado límite entre
la vida y los sueños
Laura Osti
Doris Dörrie es una directora alemana que se siente muy atraída por el Japón y el budismo zen, temas que ya abordó en algunos de su filmes.
En “Las flores del cerezo”, ahonda un poco más en ese deseo de aprehender una cultura o el espíritu de una cultura diferente, tan diferente a la de su país de origen. Parte del principio de que en Alemania se busca la permanencia sin cambio de las cosas, mientras que en el país oriental se asume que todo está en cambio permanente. Por eso las flores del cerezo, la flor nacional del Japón, que solamente duran un par de días, simbolizan precisamente la fugacidad y la fragilidad de la existencia.
El tema está presente durante todo el film, también cuando se alude a un tipo de mosca que solamente vive 24 horas. Al respecto, el protagonista, un hombre mayor, dice que ese tipo de mosca pasa casi toda su existencia en el Paraíso dado que solamente necesita un día para remediar.
El leit motiv de la película es el misterio de la muerte, del fin, de la ausencia. ¿Adónde van los seres queridos cuando mueren? ¿Cómo podemos comunicarnos con ellos?
Trudi y Rudi son una pareja de personas mayores, desde que sus hijos adultos se independizaron, viven solos en un pueblo rural de Alemania. Los médicos le dicen a Trudi que su esposo está muy enfermo y que el desenlace puede ocurrir en cualquier momento. Ella decide ocultárselo y proponerle un viaje para reencontrarse con sus hijos.
En ese intento por reunir a la familia, cargado de nostalgia y del deseo de aprehender la vida de algún modo, la cámara sensible de Dörrie se concentra en el personaje femenino, quien lleva como un secreto su inclinación por la cultura japonesa y en especial por su danza denominada Butoh. Su sueño siempre fue conocer ese país, donde está curiosamente radicado uno de sus hijos, pero su marido siempre se opuso.
La vida, que casi nunca responde a nuestras expectativas (parece decir Dörrie), hace que Trudi muera antes que su marido, llevándose con ella todos sus secretos. Rudi queda solo y desconsolado, sintiéndose en deuda con su mujer. Y emprende un viaje a Japón, como un homenaje póstumo y con la secreta esperanza de acceder al espíritu inasible de su añorada esposa.
En Japón, entabla una extraña relación con una jovencita de 18 años, bailarina de Butoh en un parque, quien le devela algunos de los misterios de la cultura que tanto adoraba Trudi. Yu, la muchacha, se convierte en su guía local y espiritual, y lo lleva al reencuentro con su esposa, es su auxiliar, el nexo que necesitaba para completar, reunir las partes de su mundo quebrado.
Rudi logra una comunión con esta jovencita como no ha tenido con ninguno de sus hijos, quienes quieren a sus padres, pero están absorbidos por sus propias vidas y son renuentes a hacerse cargo de la decadencia de sus progenitores.
Un alma sensible
Todos esos temas toca Dörrie con su particular estilo, que en esta película ha privilegiado quizás como nunca antes en sus realizaciones, el tono casual e intimista, donde las imágenes se explican por sí mismas y donde está ausente la búsqueda o la preocupación por la perfección técnica. La directora es un alma sensible tratando de captar con su cámara digital ese instante fugaz en el que se resume toda existencia y la conexión con el otro mundo donde permanece de algún modo lo que ya se fue. ¿Dónde está ese lugar, adentro o afuera de los que todavía estamos aquí? ¿O en todos lados? ¿La muerte de un ser querido nos separa de él o nos une más?
Son preguntas que quedan flotando y que Dörrie solamente se contenta con esbozar mediante imágenes sutiles y una historia sencilla, pero honda y conmovedora.




