La vuelta al mundo

Honduras y las republiquetas bananeras

Rogelio Alaniz

En Honduras todavía no hay señales de arreglo político. Se habla mucho y se hace poco. Después de cuatro meses de crisis, todos los protagonistas dicen que se equivocaron. Sin ir más lejos, el actual presidente de facto admitió que fue un error haberlo expulsado a Zelaya del país. Para que no quedaran dudas sobre el significado de sus palabras, Micheletti dijo luego que lo que debería haberse hecho era deponerlo y meterlo preso para que lo juzgara la Justicia.

El general Omar Vázquez Velázquez, para muchos el hombre fuerte del régimen, piensa más o menos lo mismo, aunque aclara que él se limitó a cumplir órdenes, una típica coartada de los militares cuando se toma una decisión que en la mayoría de los casos ellos mismos han aconsejado. No haber detenido a Zelaya y, por el contrario, haberlo expulsado del país, no fue un error menor; es, para decirlo de una manera frontal, la diferencia entre un golpe de Estado y un acto legal.

Palabras más, palabras menos, lo cierto es que la situación política está congelada, un posicionamiento que beneficia al oficialismo porque, si se arribara a noviembre en estas condiciones, el más perjudicado sería Zelaya, en tanto que la convocatoria a elecciones lo dejaría fuera de juego.

El problema de Zelaya es que hizo una apuesta fuerte y ahora no le queda resto. Encerrado en la embajada de Brasil, su campo de maniobra es propagandístico, pero se sabe que esa estrategia tiene sus límites. El ex mandatario dispone de una amplia solidaridad internacional, pero está visto que esas manifestaciones tampoco alcanzan para desequilibrar una relación de fuerzas que le es abiertamente desfavorable.

Tampoco la situación de Micheletti es cómoda, pero convengamos que sus ambiciones políticas no van más allá del ejercicio del actual interinato en la presidencia. La causa de Micheletti parece ser la causa del actual establishment oligárquico de Honduras, mientras que la causa de Zelaya es la suya y la de sus seguidores, que no son pocos pero están lejos, muy lejos, de constituir una abrumadora mayoría.

Planteado en otros términos, queda claro que el régimen hondureño puede prescindir de Micheletti, mientras que Zelaya no puede prescindir de Zelaya. Es por eso que a la propuesta de que se retiren los dos, Zelaya no la puede aceptar porque significaría el fin de su carrera política.

Los escándalos de Honduras que hoy convocan la atención de la opinión pública internacional no son nuevos en este país centroamericano, que se constituyó históricamente como uno de los paradigmas de lo que se entiende como republiqueta bananera. Los golpes de Estado, las conspiraciones militares, las disputas facciosas entre la élite dirigente, se confunden con los orígenes de la historia de Honduras y recorren la segunda mitad del siglo XIX y todo el siglo veinte.

La región que hoy contiene seis o siete naciones debió haber sido en su momento una gran nación centroamericana. No pudo ser. Estados Unidos no lo quiso y la clase dirigente local, tampoco. Centroamérica se fragmentó y fue un bocado fácil para las poderosas empresas recolectoras de café, bananas y otras frutas. De Honduras podría decirse lo mismo que de México: “Pobres... tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Una élite corrupta hizo el resto. En Honduras se constituyeron dos grandes partidos: el liberal y el conservador. Nunca se pudo saber cuáles fueron sus diferencias ideológicas y doctrinarias, pero siempre quedó en claro que uno era financiado por la United Fruit y el otro, por la Standard Fruit. Alguna vez, estas empresas se fusionaron y todos los caudillos y caudillejos se quedaron pedaleando en el aire.

El liberalismo o el conservadorismo de los hondureños fue siempre funcional a los negocios de las grandes empresas extranjeras. Para mediados del siglo veinte estas designaciones ya eran cáscaras vacías, si es que alguna vez fueron otra cosa. En Nicaragua, por ejemplo, el adalid del liberalismo se llamaba Anastasio Somoza. Y en Santo Domingo, Rafael Leónidas Trujillo también se decía liberal.

Como para matizar un tanto estas afirmaciones, digamos que la historia de Honduras es algo más que una historia universal de la infamia. Francisco Morazán es el gran héroe histórico de la nación, pero no es el único. Cada tanto hubo intentos de promover estrategias de desarrollo interno. En alguna época la economía tendió a diversificarse, pero en lo fundamental siguió siendo un país bananero, donde la pelea por el poder se resolvía a través de operaciones brutales amparadas por los militares o por pandillas parapoliciales.

La historia de Honduras en el siglo veinte -en realidad, la historia de todas las republiquetas bananeras- puede escribirse a partir de la de sus golpes de Estado. Los dirigentes de las diversas facciones dirigentes nunca se privaron de nada. En el mismo cambalache estuvieron sus Fuerzas Armadas, verdaderas guardias pretorianas puestas al servicio de las camarillas políticas de turno.

En 1969, Honduras y El Salvador fueron noticia mundial por participar en la denominada guerra del fútbol. Bananeros hasta en los detalles. Con el nombre de “guerra del fútbol” se conoció al enfrentamiento armado entre estas naciones debido al resultado de un partido entre las dos selecciones, partido cuyo resultado hoy nadie recuerda. En realidad, como suele ocurrir con el deporte, este partido fue el pretexto para distraer a la opinión pública, agobiada por planes de ajuste y hambrunas prolongadas.

La guerra del fútbol puso en evidencia la naturaleza grotesca de la clase dirigente de ambos países y los niveles de corrupción de sus Fuerzas Armadas. Una investigación periodística de aquellos días probó -por ejemplo- que en el ejército de Honduras cobraban sueldos alrededor de veinte mil militares, cuando en realidad los que existían efectivamente eran un poco más de la mitad. La diferencia terminaba en los bolsillos o en las cuentas corrientes de los generales.

Como para que ninguna desgracia faltara, en los años setenta el país padeció el huracán Mitch. Por supuesto que una clase dirigente inútil y parasitaria no había tomado ninguna medida de protección o defensa. Los hondureños -los pobres hondureños, se entiende- murieron como moscas. Nadie se hizo cargo del desastre. Es más, algunos de sus funcionarios procedieron a enriquecerse con la ayuda brindada por la solidaridad internacional.

En un país devastado por las fuerzas naturales y los horrores políticos de sus dirigentes, a uno de los vástagos de las familias tradicionales no se le ocurrió nada mejor que proponer que Honduras se declare estado asociado de EE.UU. Como Puerto Rico, por ejemplo. La moción no fue aceptada, entre otras cosas, porque el primero en rechazarla fue el gobierno de los Estados Unidos, poco interesado en hacerse cargo de un negocio ruinoso y lidiar con una oligarquía corrupta.

En la década del ‘80, Honduras no afrontó la aparición de guerrillas de izquierda, como experimentaron, por ejemplo, El Salvador y Nicaragua. La minuciosa y brutal labor represiva del gobierno de Suazo Córdoba aniquiló desde sus orígenes cualquier posible rebelión popular. Los méritos de Suazo Córdoba fueron compartidos con Estados Unidos y, en particular, con la administración Reagan, quien le brindó apoyo material y logístico para cumplir con su cometido.

Honduras fue, por esos años, el portaaviones de los yanquis en la región. Desde allí partían las instrucciones y los recursos para reprimir a las guerrillas en la región. Uno de los colaboradores en esas faenas fue Manuel Zelaya, el actual adalid de la izquierda. Como se dice en estos casos: nada nuevo bajo el sol.

Honduras y las republiquetas bananeras

Emblema. No hace falta verle la cara para saber que detrás del sombrero está Manuel Zelaya. Aquí saluda desde los jardines de la embajada de Brasil en Tegucigalpa, donde permanece atrapado sin salida.

Foto: Agencia AFP