Mesa de café
El cafetín y la democracia
Erdosain
Abel está molesto porque un compañero de trabajo lo acusó de charlatán de café. —Es un irrespetuoso -dice-, me descalifica con esa frase porque no es capaz de refutar mis argumentos y no se aguanta las críticas.
Marcial lo mira y sonríe sin decir palabra. Después lo llama a Quito para pedirle un té y le dice: —No sé por qué te molesta tanto.
—¿Y te parece poco? Me dicen charlatán de café y, ¿qué querés que haga, que lo festeje, que me muera de risa?
—Yo en tu lugar me enorgullecería -dice Marcial- porque, en el peor de los casos, el charlatán de café no jode a nadie, habla y a lo sumo exagera, fantasea, miente, casi como un escritor. Los que son bravos no son los charlatanes de café, son algunos que no hablan tanto pero dañan.
—No tenés que sentirte molesto -le digo a modo de consuelo-. La mesa de café es una institución honorable de la democracia. En el café se habla, se discute, y está bien que así sea.
—¿Pero qué se decide en un café? -pregunta José.
—Nada -responde Marcial-, y está bien que así sea. Si en esta mesa se decidiera algo, yo dejaría de venir.
—Yo lo único que acepto que se decida es organizar un asado para el viernes a la noche -digo.
—Un historiador conocido aseguraba -recuerda Marcial- que, mientras funcione el café, la democracia está asegurada.
—¿No te parece que exagera un poco?
—No demasiado -responde-. Según este historiador, la Revolución de Mayo no sería imaginable sin el café Demarco y los otros cafetines que crecían cerca del bajo. El mismo historiador asegura que en la España republicana los cafetines hervían de gente que discutía al mejor estilo español. Las mesas de café en Viena, Zurich, Londres o París fueron célebres, al punto que un ensayista genial como George Steiner llegó a decir que el café es el termómetro de la democracia.
—No nos demos tanta manija -morigera José-, porque vamos a terminar pidiendo el poder para los bares.
—Eso nunca -dice Marcial-, los charlatanes de café como nosotros tenemos muy en claro que no debemos hacernos cargo de las cosas que decimos. El encanto, el swing del hombre del café es su exquisita y absoluta irresponsabilidad.
—Yo recuerdo una mesa de café en Madrid donde se juntaban Unamuno, Ramón Gómez de la Serna, Azorín, Pío Baroja... Unamuno siempre llegaba tarde y, antes de sentarse a la mesa, decía con su vozarrón que parecía salirle de las barbas: “No sé de lo que estáis hablando, pero desde ya me opongo”.
—Ése era un buen conversador de café -pondera Abel.
—Para terminar con las citas cultas te mencionaría las opiniones de un sociólogo que postula que el café es “el tercer lugar” indispensable para un mínimo de salud psíquica.
—¿Cómo es eso? -pregunta José.
—En la vida cotidiana de la gente hay dos lugares casi indispensables: la familia y el trabajo. Pues bien, para que nadie termine consumido por el aburrimiento, el estrés o la neurosis se aconseja un tercer lugar, y ese sitio se llama el bar. Mientras uno disponga de una mesa de amigos para conversar de lo que se le dé la gana sin tener la obligación de dar cuenta por ello, la salud mental y espiritual está asegurada.
—No comparto -dice Quito, el mozo que desde hace rato nos venía escuchando sin que nosotros nos percatáramos.




