Un santoral disidente

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En el aniversario de la muerte del Gauchito Gil. (Mercedes, Corrientes, 2009). Foto: Archivo El Litoral

En la nueva edición ampliada de “Jinetes rebeldes: historia del bandolerismo social en la Argentina”, que acaba de publicar Colihue, Hugo Chumbita rastrea los avatares y la memoria de los bandolereos y rebeldes de la historia argentina que el pueblo entronizó en su corazón y en sus altares. Desde Tupac Amaru hasta el Gauchito Gil, desde Martina Chapanay hasta Vairoleto. Transcribimos aquí un fragmento de este libro cautivante.

 

Por Hugo Chumbita

El reconocimiento a los gauchos rebeldes ha devenido en estos casos una forma de sacralización popular. Siguiendo un patrón universal de la religiosidad tradicional, el fenómeno se manifiesta con rasgos semejantes en las sociedades mestizas de todos los países latinoamericanos. El sentido y los símbolos del culto presentan una analogía con la beatificación de los santos de la iglesia católica -que en los primeros tiempos del cristianismo fue también un proceso espontáneo-, y contienen reminiscencias de los mitos indígenas. En las poblaciones donde perviven antiguas formas de comunicación con las deidades autóctonas, los estratos sociales humildes construyeron así su propio “santoral criollo”, sugestivamente diferente al oficial.

Existe una diversidad de figuras sacras, entre las cuales los bandidos gauchos se distinguen como una categoría bien definida. Son personas reales que merecieron admiración como “justos”, de los que se cree que robaban a los ricos para ayudar a los pobres, y que murieron de manera trágica a manos de la autoridad. La consagración está fuertemente ligada al lugar y las circunstancias crueles o injustas en que los mataron. Se expresa en la tumba del difunto y en el sitio donde murió, aunque también a veces en otros puntos en los que se establece una señal, capilla o santuario. Al santo se le atribuye la capacidad de hacer milagros o satisfacer los anhelos de los promesantes, que acuden con ese propósito a los lugares consagrados, especialmente en los aniversarios de la muerte.

En esta dimensión, estrechamente ligada al pensamiento mágico, el sacrificado se convierte en intermediario con los poderes superiores que rigen el bien y el mal. Considerando las reflexiones de Rodolfo Kusch acerca de la “barbarie americana”, sería uno de los factores de esa “teología popular” que subsiste y renueva periódicamente sus fuerzas desde el mundo rural, rechazando, infiltrando o socavando el supuesto orden racional de las ciudades (Kusch, 1985).

Es el homenaje máximo que puede concebirse, ya que la consagración religiosa pretende la eternidad. “Sólo el mito resiste al tiempo —observa Adolfo Colombres—, por ser el sentimiento calcáreo del mismo, por acontecer en un tiempo inacabable”. La conciencia colectiva selecciona y sintetiza algunas acciones trascendentes en la vida del héroe y les confiere un sentido especial, por un procedimiento comparable al trabajo del artista con su materia (Colombres, 1991: 206).

Draghi Lucero ha subrayado el carácter ancestral de tales creencias, viendo en el símbolo ígneo de las velas una supervivencia del culto del fuego, donde la llama de la vida traspone las fronteras para llevar mensajes al más allá. Las velas se encienden los lunes, que es el Día de Ánimas, y los cuidadores voluntarios o designados para esa tarea se encargan de que así sea. La exaltación religiosa de los bandidos gauchos proviene de los sectores más humildes que no creen en la “justicia oficial”, que sacan cuentas sobre la venalidad de los gobernantes y conocen el doble juego de los jueces y policías, en los que siempre se beneficia el privilegiado, por lo cual los valores compartidos por esta gente reclaman al varón “cierta postura de rebelde y de choque contra las instituciones oficiales sospechadas” (Draghi Lucero, 1960).

En una clasificación de las formas de religiosidad popular, Martín Pascual considera a los bandoleros canonizados como “cultos anómicos”, vinculados con la negación contestataria o la oposición a un orden normativo. En tanto determinados sectores de la población no internalizan el consenso a ese orden, que perciben ajeno a sus intereses, ven en el bandido muerto “un héroe liberador, una potencia a la cual acudir” (Pascual, 1992: 62).

Elizabeth Bergallo ha subrayado el carácter festivo que adquieren estos cultos, recuperando la tradición indígena de la danza y el canto como manifestaciones corporales de carácter ceremonial. “La fiesta también es un tiempo donde se anulan las diferencias y se vivencia un sentimiento de comunidad” (Bergallo, 2005: 15).

Rubén Dri explica el fenómeno de tales símbolos en el marco de la elaboración de una conciencia de los sectores populares sobre su historia y su cultura, a través de los arquetipos que les permiten proyectarse como sujetos: he aquí “un momento fundamental” en su identidad (Dri, 2005; 43-44).

Este tipo de celebraciones se han extendido por el país con características uniformes, y no es difícil advertir en ellas una especie de sublimación de la saga gauchesca. Aunque el mito tiene una naturaleza diferente a la lógica de la historia, el culto a los matreros rebeldes marca una sucesión de hitos geográficos e históricos, y es sin duda otra prueba de la importancia y la persistencia de los “buenos bandidos” en la tradición popular.

Mitos cuyanos

El culto de la Difunta Correa, que desde San Juan llegó a ser uno de los más difundidos en el país, proviene de la época de las guerras montoneras. Es el caso de una mujer que cayó exhausta en la travesía cuando iba en busca de su esposo preso y fue hallada amamantando a su niño después de muerta, en la quebrada de Vallecito donde hoy se levanta su santuario principal.

Las versiones contradictorias que circularon sobre el contexto histórico del episodio son parte de la pugna entre la tradición federal y la unitaria o liberal. Algunos relatos tergiversaron los hechos afirmando que el compañero de la difunta había sido capturado por los montoneros. Lo cierto es que Deolinda Correa y su hermana estaban casadas con dos hermanos de apellido Bustos, sobrinos del gobernador y caudillo federal cordobés Juan Bautista Bustos. Uno de ellos fue ministro del gobierno también federal de Echegaray en San Juan, y lo asesinaron en prisión en 1830. El otro, el esposo de Deolinda, habría sido apresado en Valle Fértil por los unitarios cuando en 1841 el ejército de Aráoz de Lamadrid invadió la provincia para atacar al caudillo Benavídez (Chertudi y Newbery, 1966-1967: 95-178, Videla, 1992; Campbell, 1975).

En un tiempo y en una región próxima andaba José Dolores Córdoba, aquel ladrón querido por los pobres que cayó en una celada de la policía. Se cree que nació en 1805. Lo mataron el 2 de noviembre de 1858, cuando iba al rancho donde estaba su compañera, en un paraje del departamento de Pocitos que hoy es parte de la localidad de Rawson, contigua a la capital de la provincia.

En el viejo “Callejón de Dolores”, ahora una calle pavimentada que lleva su nombre por disposición municipal, se erigió un templo profusamente adornado que es el centro de peregrinaje. La “Unión Promesantes de José Dolores”, en una postal que muestra su imagen a caballo, expresa que “sacrificó su vida en aras de los humildes” y transcribe una oración donde se suplica a Dios “le concedas un lugar en compañía de tus santos”. Los estudiantes también lo veneran y le piden ayuda en vísperas de exámenes (Coluccio, 1986: 90-91; Chertudi y Newbery, 1966-67: 129; ref. al autor de Miguel Ángel Fernández y relatos de los lugareños, 1995). Es sugestivo que lo mataran una semana después de la ejecución de Benavídez, pero no se conocen otros datos que lo vinculen con las convulsiones políticas de aquellos días.

En el oeste de San Juan, al pie de los Andes, entre los jinetes pastores que siguen frecuentando el escarpado trayecto de ida y vuelta a Chile, se forjó otra leyenda alrededor del gaucho Donoso. Fue éste un bandido de la cordillera ejecutado por la policía después de una serie de robos y crímenes que le dieron celebridad en la primera mitad del siglo XIX. Aunque no fue santificado y tampoco se trata de un “buen bandido”, sino más bien al contrario, un sujeto temible por su crueldad, del que cuentan que acumuló y escondió un tesoro con el producto de sus fechorías, su imagen pervive como símbolo de contestación a la legalidad estatal, una afirmación de la rebeldía potencial de la clase de los baqueanos y una advertencia de su señorío en un espacio fronterizo con el país vecino (Escolar, 1998).

La memoria de Martina Chapanay no revistió carácter milagroso, y es claro que no podía entrar en esta esfera pues no murió victimada por la autoridad. En cuanto a Santos Guayama, en pagos mendocinos surgió una forma de culto peculiar para eludir la represión oficial, identificándolo solapadamente con San Roque (ref. al autor de Rolando Concatti, quien menciona el caso en su novela “El tiempo diablo del Santo Guayana”, 2003).

Cabe preguntar por qué no suscitaron un mito de ese tipo otras muertes trágicas que sin duda impresionaron a las masas rurales, por ejemplo las ejecuciones alevosas de Nazario Benavídez o el Chacho Peñaloza. Sin descartar la incidencia de factores casuales, todo indica que la relevancia pública de estos hombres los situaba en un plano distinto del imaginario social. El fenómeno espontáneo de canonización se centra siempre en figuras menos notorias, como si tales creencias jugaran un papel compensatorio, rescatando del olvido a los héroes más humildes.