AL MARGEN DE LA CRÓNICA
AL MARGEN DE LA CRÓNICA
Camino de cintura
El hormigueo empezó en agosto, un día de calorcito perdido entre tantos de frío y mientras hojeaba una revista con anticipos de primavera que publicaba cuerpos sin lanas. El colapso me llegó por culpa de un pantalón que a duras penas cerraba, apretando un rollo consistente y prolijo, justo en ese lugar que antes ocupaba una cintura. Las fichas me cayeron cuando mirando tele, pantuflas de por medio, la bolsa de facturas perdía piezas al ritmo del mate.
La fiesta duró más o menos de marzo a julio y de pronto me di cuenta de que había llegado la hora de empezar a pagar las cuentas. ¿Qué factura cancelo antes? Primero lo primero: prescindo de las facturas de la panadería de la esquina con las que acompañaba los mates. El protocolo indica la programación de horarios de caminatas, la búsqueda de un gimnasio, el turno con un nutricionista, el descubrimiento de una dieta por Internet, y el zafarrancho manda hacer todo eso junto. Por la mañana, el cable me atosiga con propuestas de compra de aparatos de las más variadas formas que prometen, en pocos días, fabricar un cuerpo perfecto. El hostigamiento desde la pantalla chica a mis rollos se prolonga con la oferta de pastillas, infusiones y polvos mágicos que juramentan devolver al carril mi silueta extraviada.
Todo cuesta y no sólo esfuerzo. Calculo que deshacerme de lo que con tanto gusto acumulé durante meses me impedirá, además de seguir de buen humor, invertir dinero en placeres verdaderos.
No hay caso, ser extra large tiene su precio, y tanto salir como quedarse en esa categoría se convierte en un negocio de alto riesgo por lo incierto de su resultado. Cambiar por un talle más todo lo que ya no entra este cuerpo es tan costoso como cambiar este cuerpo por el de antes, que era más chico. Finalmente elijo. Tratar de entrar en el pantalón del año pasado tiene sus bemoles: por la mañana, el despertador suena una hora antes para poder cumplir con la caminata previo al trabajo. Un té con dos galletitas puede verse como una docena de medialunas cuando hay hambre y una barra de cereales a media mañana sabe a sándwich de jamón y queso con manteca y no a comida de gallinas. Miro con odio a quienes, lejanos a mi odisea, saborean milanesas con papas fritas y panes crujientes, mientras yo ataco una pechuga de pollo seca de tanto esperarme sobre la plancha y una ensalada de zanahorias con poco de aceite de oliva. Las piernas duelen de la caminata y los brazos se niegan a subir por culpa de tanto body pump. No puedo dormir con dos lechugas y una feta de jamón; guardo en mi estómago una orquesta dispuesta a cumplir su concierto nocturno hasta el final. Le ofrezco un flan diet colación -le llama mi nutricionista- a cambio de su silencio, pero mi cuerpo no entiende razones ni estéticas ni económicas y ni siquiera comprende por qué hasta Sarkozy pone a dieta a sus ministros. A punto de flaquear -y no en el sentido literal-, admito que el camino hacia mi cintura está plagado de obstáculos; de helados no degustados, de ravioles no comidos y de tortas imaginadas; en fin, de pesadumbres.