El artista liberado de libertad

Por Cristina Arena

“La estética nazi”, de Éric Michaud. Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2009.

El poeta, el visionario Paul Valéry escribía en 1934: “Toda política tiende a tratar a los hombres como cosas... Hay algo del artista en el dictador, y de la estética en sus concepciones. Es necesario entonces que moldee y trabaje su material humano y lo vuelva disponible para sus deseos”. Y Proudhon, en 1848, había advertido contra “una revolución provocada por abogados, ejecutada por artistas, conducida por novelistas y poetas”, recordando que “Nerón fue artista, artista lírico y dramático, amante apasionado del ideal, adorador de lo antiguo”. Hitler, como Mussolini apelaron a esa imagen de un “escultor de la nación”. “Nos sentimos como artistas a los cuales ha sido confiada la alta responsabilidad de formar, a partir de la masa bruta, la imagen sólida y plena del pueblo”, declamaba Goebbels.

El artista, por lo menos tras el romanticismo, era el individuo que perseguía la libertad. El nazismo instaura un “único Führer artista, asumiendo él solo esta libertad difícil, y “liberando’ así a la comunidad del pueblo artista de lo que el mismo Hitler llamaba “el peso de la libertad’”, escribe Éric Michaud en “La estética nazi. Un arte de la eternidad”, donde analiza y estudia la estructura y desarrollo del proceso capaz de conducir de la Idea a la Forma, Idee und Gestalt, la expresión genérica que aparecía en incalculables folletos y libros ideológicos nazis. “Y era ese proceso, conducido bajo la dirección de un Führer que se presentaba a la vez como el Cristo alemán y como el artista de Alemania, lo que designaba la expresión de “trabajo creador’”.

El hombre nuevo y su belleza y fulgor, desde luego, eran arios, y la pureza de la raza se simbolizaba en el cuerpo, y sobre todo en el de la mujer y del atleta, y a partir de allí había una concepción aceptada del arte y otra negada, la condena al arte degenerado del arte contemporáneo. “Lo que justificaba la condena del arte contemporáneo era que, al dejar lo reprimido de la Kultur retornar a su seno, la producía en lugar del ideal. Goebbels, como los otros ideólogos del régimen, atribuía esta irrupción de lo reprimido a los judíos, que no tenían ningún “sentido de la belleza’ y cuyo talento era “más apto para la duda puramente intelectual que para la exposición de la belleza natural y la armonía estética’”, señala Michaud.

A un examen de las idealizaciones y de las consignas y abstracciones propugnadas por los ideólogos, Michaud suma la descripción de advenimientos capitales para la estética nazi, como el proyecto de la Casa del arte alemán en Munich, que fue una de las primeras medidas tomadas por Hitler tras su llegada al poder. El proyecto fue confiado al arquitecto Ludwig Troost, y no buscaba reunir las grandes obras del patrimonio nacional, a la manera de un museo, sino que “reagrupando allí cada año, en una vasta exposición, obras seleccionadas por su germanidad auténtica, Hitler convocaba el genio de la raza en la manifestación actual de su eternidad para, en efecto producirla”. El 15 de octubre de 1933, día en el que Hitler colocó la piedra fundamental de ese templo del arte alemán, hubo un desfile de millares de S.A. y de las juventudes hitleristas, y un cortejo solemne y carrozas que, hoy lo podemos juzgar en las fotografías que reproduce el libro de Michaud, eran de un increíble, cómico y grotesco kitsch.

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