Exigencia de la tristeza

Por Carlos Catania

Hacia 1911, el sábado 23 de diciembre, Franz Kafka anota en su diario: “La ventaja de escribir un diario consiste en que así uno se entera con tranquilizadora claridad de las transformaciones que sufre constantemente”. Quizás el escritor nunca pensó en las transformaciones de la visión del mundo que, al leer sus páginas, ha producido en multitud de lectores serios, es decir a los dispuestos a examinar profundamente, con alegría y lucidez, los fundamentos de la tragedia humana, aparente paradoja que ensancha e ilumina vastos sectores de la existencia, cuya densidad, en tiempo y espacio, se percibe entonces a plenitud.

Excluyendo a seres humanos momificados en vida (y, desde luego, al creciente número de indigentes marginados), la lectura de Kafka trastorna ilusorias defensas, barre mitos enquistados y permite vislumbrar el decurso de una vida entregada a tonterías consagradas. Lo que es más: nos apropiamos de un amigo con el que es posible intercambiar réplicas y atesorar lo mejor de él. La literatura de los grandes posee el don de crear un sólido vínculo que comienza cuando el lector “pone en movimiento” al escritor. Si me introduzco en “La Odisea”, permito que Homero hable; su voz llega hasta mí atravesando siglos; a mi vez, lo ubico en el presente.

He hablado ya del efecto lancinante de los relatos y novelas de Kafka, de la “traición” de Max Brod, que decidió darlo a conocer y de su interpretación, a mi juicio en gran parte errónea, de la obra de su amigo. Es que Brod estaba muy cerca y Kafka es un creador que se adelanta a todos los tiempos. Sus pensamientos no se desarrollan en forma discursiva, sino en imágenes. La trascendencia del símbolo requiere períodos de confrontación con realidades objetivas.

Hoy haré mención a la soledad de Kafka, a su tristeza, a los sobresaltos de su sensibilidad. Me concentro en su diario. El 28 de julio de 1914, escribe: “Eludo la gente no porque quiera vivir tranquilo, sino porque quiero parecer tranquilo”.

El 24 de noviembre del año anterior había anotado: “Para mí morir sólo significaría entregar una nada a la nada”. También en 1911 se refería al domingo que pasó en casa de sus abuelos. Sentado ante un escritorio escribió unas pocas líneas sobre la cárcel y experimentó el deseo de que alguien le pidiera leerlo y admirarlo. Pero “Un tío bastante burlón, cogió finalmente esa página que yo apenas sostenía entre los dedos, y se redujo a decir a los demás que lo seguían con la mirada: lo de siempre; a mí no me dijo nada. Me quedé sentado, y seguí inclinado como antes sobre mi página evidentemente inútil, pero en realidad me habían echado con un sólo empujón de la sociedad”. Más adelante, añade: “El trabajo intelectual arranca y separa al hombre de la sociedad humana”.

Cuando trabajaba en la Compañía de Seguros Obreros (1908), padeció desagradables inhibiciones frente al empleado que compartía su oficina, que solía dirigirse a los visitantes en tono autoritario. En sus conversaciones con Janouch, Kafka confiesa que “... la de verdugo es una profesión pública honorable y bien pagada según las normas del servicio (...) ¿por qué no ha de haber escondido en cada funcionario público un verdugo?”. Me pregunto qué ha sido de los verdugos de su tiempo. Tal parece que pese a la timidez y modestia de nuestro escritor (murió creyendo que Max Brod destruiría gran parte de su obra), prevaleció, mientras que los “fuertes”, los “normales”... ¿dónde están?”. Kafka está presente en “América”, “El Proceso”, “El Castillo” y en cantidad de relatos. Como se acostumbra a decir, es un muerto que goza de excelente salud. En esta época, su voz pone en ridículo los devaneos de la decadencia y el careo cotidiano de quienes no piensan.

Una de las obras maestras de la literatura universal, “La metamorfosis”, revela como ningún otro relato de Kafka, su destino. Borges, que lo considera el gran escritor clásico del atormentado y extraño siglo XX, sostiene que tal destino fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas. En el diario, Kafka escribe que, en determinado momento, “había perdido las fuerzas que la tristeza exige”. Todo lo anterior hace suponer que para un lector superficial, Kafka era un ser no sólo negativo, sino cotidianamente amargado”. En primer lugar negativo es un adjetivo traído de los pelos en el concierto de un examen literario (por cierto muy usado en el realismo socialista, caro a Stalin). En segundo lugar, amargado es término acrítico. Una obra cobra relevancia por su profundidad, nunca por los apellidos que se le injertan. Por lo demás es bien conocido el carácter alegre de Kafka, sus chistes espontáneos de los que habla Max Brod. Sabía hacer reír a sus amigos. Como pregona un lugar común, la procesión iba por dentro. Más justo sería considerarlo un ser doliente de pura lucidez, al haber penetrado hasta la raíz en los arcanos de la existencia.

Para quienes han perdido la vida en triviliadades, lucecitas, estruendos y lecturas retardativas, aquí va lo que anota en septiembre de 1912: “El hueco que la obra genial ha producido en nuestro alrededor es un buen lugar para encender nuestra pequeña luz. De allí la inspiración que irradian los genios, inspiración universal que no sólo nos impulsa a la imitación”. Y al año siguiente: “Me aburre hacer visitas, las penas y las alegrías de mis parientes me aburren hasta el fondo del alma. Las conversaciones me roban la importancia, la seriedad, la verdad de todo lo que siento”. Por otra parte, el 1º de julio de 1913: “No desesperes ni siquiera ante la imposibilidad de desesperar. Cuando ya todo parece terminado, aparecen sin embargo nuevas fuerzas y eso significa justamente que estás vivo. Si no aparecieran, entonces sí todo habría terminado, para siempre”.

Franz Kafka nace en Praga hacia 1883 y muere de tuberculosis en 1924. Sus tres hermanas, y sus respectivas familias, dos sobrinos y muchas personas mencionadas en el diario, fueron asesinados en los campos de concentración nazis.

Exigencia de la tristeza

Franz Kafka.